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Alto al secreto


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Todo indica que una parte de la clase política ha tomado conciencia, ¡53 años después!, de la importancia de la relación inversa que el secreto de Estado guarda con la calidad de una democracia. Cuando mayor es el margen del secreto, menor es el ámbito de la democracia. Hoy, por fin, tras tan dilatado lapso de tiempo, se prepara una modificación legislativa, a instancias iniciales del Partido Nacionalista Vasco, que se plantea poner término a una ley preconstitucional, la de Secretos Oficiales, de 1968, que selló de manera abrupta cualquier posibilidad de conocer las prácticas estatales pasadas y presentes, históricas y actuales, aplicadas en nuestro país desde el poder y desde siempre.

En lo inmediato, aquella ley franquista surgió con el propósito de refrenar toda veleidad informativa surgida de la ley de Prensa del año anterior, 1967, que formalmente suprimía la censura previa, si bien mantenía a posteriori un férreo sistema sancionador. Empero, aquella ley de 1968 trataba de esconder en lo inmediato, bajo el denso manto del secreto, asuntos de gran enjundia geopolítica: desde la descolonización de las denominadas provincias africanas, Guinea Ecuatorial y el Sahara, hasta los efectos de la caída de cuatro bombas termonucleares -transportadas por aviones estadounidenses- sobre aguas costeras almerienses en enero de 1966. Ambos trasuntos había que interpretarlos dentro de los ominosos pactos suscritos por Franco con Estados Unidos en 1953, que permitían tan criminal tránsito nuclear sobre los cielos de España, menoscabando la soberanía nacional hasta límites tan insospechados como indignantes. Y todo fue admitido por el dictador para hacerse perdonar y lavar su cara por la connivencia mostrada por él con las potencias del Eje nazi-fascista antes y durante la Segunda Guerra Mundial.

Aquella coyuntura legislativa que alumbró la ley se había visto precedida desde 1939 a 1968 -y posteriormente continuada- por la represión judicial y policial, a la sazón ininterrumpida, de cualquier atisbo de esclarecimiento informativo, documental o académico, sobre lo sucedido en la Guerra Civil y la posguerra: sus efectos sobre la inmiseración de la población; el exilio político y económico de medio millón de compatriotas; las depuraciones de maestros, funcionarios, jueces, militares, científicos; el horror de las cárceles… Culminado todo ello con las prácticas de aniquilación física o social, inducidas desde El Pardo, de todo tipo de disidencia y oposición…

Lo más afrentoso de aquella ley de Secretos Oficiales –reformada en 1978 pero aún hoy vigente-, es que, a diferencia de todas las legislaciones conocidas de otros Estados sobre este tema, no incluye plazo alguno de desclasificación de los secretos así considerados, lo cual consagra el principio del secreto perpetuo, que condena formalmente a la ciudadanía de nuestro país a un eterno infantilismo. El velo del secreto ciega la adquisición de cualquier certeza objetiva y abre paso a todo tipo de interpretación deformada.

Llama la atención el hecho de que nadie entre la clase política, salvo algunas voces de la izquierda y del nacionalismo en los orígenes de la Transición, pareció reparar en los abrumadores efectos que la perpetuidad del secreto provocaría sobre la (in)cultura democrática en nuestro país, con los consabidos resultados observados, por ejemplo, en el sentido del voto que hoy vemos en algún escenario electoral; a ello hay que añadir, como consecuencia, el nivel de trivialidad reinante en torno a la vida cívica, como pone de relieve la falta de sanción social sobre conductas fiscales amorales o sobre descarados ilícitos financieros. Esa pertinaz incultura antidemocrática ha sido, en verdad, uno de los legados más tóxicos del franquismo.

Perder batallas estratégicas, por parte no solo de la izquierda sino de la democracia en su conjunto, como lo fue la de la Educación para la Ciudadanía, arrasada por el Partido Popular, fue otro de los efectos colaterales de la incultura consecutiva al secreto y de la política de tierra quemada emprendida por su descentrada cúpula, que con tanta corrupción como irresponsabilidad ha erradicado cuanto ha podido de sus prácticas políticas la atención a los principios constitucionales. Ha sido la derecha desdemocratizada la que ha sembrado la semilla del ectoplasma que, de seguir actuando como lo hace, acabará por devorarle por su derecha. Vamos a ver qué actitud muestran en la tramitación de la futura ley, pero su praxis política actual no augura nada bueno al respecto, ya que parece desenvolverse con comodidad en escenarios involutivos y preconstitucionales como los que la mentada ley contempla.

Como efecto perverso de la perpetuación de esa ley de Secretos Oficiales se yergue la desmemoria que induce, de manera tan evidente, el pertinaz ocultamiento que implica la secrecía. Con secreto no hay memoria. A mayor volumen de secreto, mayor grado de desmemoria. La ceguera histórica derivada de la práctica desbocada del secreto acarrea consecuencias que ceban el desconcierto político, social, económico y electoral hasta extremos inimaginables.

¿Qué trasuntos hay en el pasado remoto y reciente de nuestro país cuya revelación tanto horror causa en las tradicionales capas dominantes, las mismas que, por encima de la esfera gubernamental, mantienen aún en sus manos los profundos resortes del Estado? ¿Las conductas ajenas o las propias? ¿La persistente injerencia foránea en la política nacional, las servidumbres que la deslegitimaron, la catadura moral de determinados próceres o las prácticas corrompidas de instituciones? Mirar de frente nuestro pasado, con sus horrores, errores y, también, grandezas; con sus certezas y contradicciones; con el criticismo necesario para encastrar los hechos en sus concretas circunstancias históricas, es una prioridad absoluta para consolidar nuestra democracia. Solo conociendo el pasado cabe corregir las desviaciones y sesgos en los que pudieron incurrir quienes nos precedieron. Solo desvelando la urdimbre de nuestro acontecer pretérito se conseguirá extraer las enseñanzas necesarias para estimular la participación política y el control de los poderes, cemento básico de la democracia, hoy eclipsada por los antidemócratas con una confusión intencionada y galopante que solo beneficia a ellos, los enemigos declarados de la libertad colectiva e individual, de la equidad y el progreso social.

Nadie en su sano juicio puede plantearse prescindir del secreto de Estado para abordar circunstancias excepcionales, como las vinculadas a determinados casos relativos a la seguridad y la defensa nacional; pero la desmedida perpetuación de tan total y persistente ocultamiento antidemocrático como el que, sellado por esa norma, hemos sufrido, proyecta sobre el secreto de Estado la sospecha inquietante de la existencia de un Estado secreto, incompatible con la vida democrática.

Por todo ello, abolir la tan malhadada y preconstitucional ley de Secretos Oficiales de 1968 y su transformación en una norma democrática, regulada, con pautas objetivas de calificación y plazos limitados de desclasificación –el de los 50 años ahora barajado resulta evidentemente excesivo-, se convierte en un objetivo estratégico de primera magnitud para la salud, la vitalidad y la continuidad de la democracia en nuestro país. (Se pueden consultar contextualización y comentarios a esta crónica en justiciaydictadura.com el blog que edita el magistrado Juan José del Águila)

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.