Todos somos turistas
- Escrito por Josep Burgaya
- Publicado en Opinión
Una vez superada y olvidada la pandemia hemos recuperado de nuevo el movimiento frenético que caracteriza este siglo. Todo el mundo que ha ido algún sitio estas vacaciones, cercano o exótico, coincide en decir que había muchísima gente, que estaba saturado. Nos hemos vuelto a lanzar a la práctica del turismo como si no hubiera un mañana. Si somos honestos, de la experiencia, fundamentalmente, habremos obtenido mucho cansancio, una cantidad ingente de fotografías -preferiblemente selfies- que es lo que da sentido al viaje. La gente que habremos conocido era como nosotros, turistas. Mucho gasto para tan escaso resultado, pero hacer objeción de conciencia al obligado movimiento nos podría condenar, en nuestro entorno, a ser sospechosos de escasamente sociales o, lo que es peor, al ostracismo.
El turismo más allá de una gran actividad económica es, sobre todo, una actitud y un comportamiento que nos induce constantemente hacia lo nuevo. Una forma de hacer que también se ha ido apoderando de nuestra vida cotidiana o, como mínimo, ha contagiado nuestro ámbito habitual de ocio. Ya no es muy diferente nuestra continua experimentación en nuestro tiempo libre con lo que hacemos en nuestros viajes. Atracción por lo diferente, consecución de nuevas experiencias e incorporación de lo exótico en nuestro día a día. Algo tienen los grandes espacios de compra, las grandes superficies de los centros comerciales como inmersión en un mundo de posibilidades infinitas donde podemos adquirir lo aparentemente singular y extraño que nos trae reminiscencias de lugares lejanos. No importa que todo, con el estilo étnico que se desee, haya sido producido en las mismas factorías de China. El engaño, o si se quiere la "inautenticidad", forman parte del juego. Las propuestas de decoración del hogar nos ofrecen dotar a nuestra casa de los estilos de lugares lejanos que imaginamos y nuestras apuestas gastronómicas a menudo optan por la novedad de las cocinas exóticas. Una forma de vivir durante una noche un viaje a Perú, a Italia, China, Japón, Norteamérica, Tailandia o la India. Poco importa que las propuestas a las que accedamos harían sonreír a los naturales de estos países que, como mucho, las considerarían una imitación grosera o directamente una traición. Solemos practicar, justamente, un multiculturalismo op, de pura imitación. No pretendemos en realidad hacer una inmersión, sino consumir lo nuevo y lo que se lleva. La cuestión es sentirnos poseedores de nuevas propuestas estimulantes que nos inducen a tener una falsa noción de cosmopolitismo de nosotros mismos. Ya no hace falta “conocer” en el sentido profundo del término, sólo hay que experimentar, aunque esto tenga poco que ver con la realidad de lo que se nos propone y de lo que imaginamos. Habitamos en un mundo paralelo.
El viaje, así como cualquiera de las actividades que podemos considerar dentro del amplio abanico del turismo, lleva incorporado el germen de la insatisfacción. Desencanto porque nada se parece a lo prometido e imaginado (las playas no son tan azules y cristalinas, había colapso de visitantes, las ruinas eran justamente eso, la familia se ha comportado de manera menos idílica de lo que se había pensado, el hotel resultó mediocre...), pero sobre todo porque tendemos a establecer unas expectativas irreales. Todo en la vida suele ser mejor cuando es imaginado que cuando se materializa. Como, en definitiva, nuestra práctica del turismo resulta más bien una fuga, la escapada suele acabar sino en decepción, si al menos con cierta melancolía sobre el viaje que no fue. De hecho, más allá del abuso del marketing turístico, nada puede satisfacer unas aspiraciones que por definición no pueden ser saciadas. En el mundo simulado de lo digital, no hay sitio para una llegada, no hay lugar donde aparcar o establecerse. Sólo existe el movimiento perpetuo para obtener recortes, destellos de un placer que resulta quimérico. Es la felicidad paradójica que, en relación con el consumo, nos habla Gilles Lipovetski. Nunca se obtiene lo que se espera. Nada es suficiente para complacer nuestra ansiedad. En el capitalismo del hiperconsumo, todo se desvanece en el acto. El fetiche de la mercancía no tiene solidez ni continuidad en el tiempo. El acto de consumo disipa el deseo que le había impulsado. Aceptamos participar en un ciclo continuo que sólo nos lleva a la insatisfacción. Repetimos porque el espectáculo debe continuar. Cabizbajos recuperaremos la normalidad de septiembre que, como afirma la canción de Love of Lesbian, llegará sin que hayamos aprendido la lección. De la expectativa de felicidad vacacional sólo quedarán las impostadas entradas realizadas en Instagram.
Josep Burgaya
Josep Burgaya es doctor en Historia Contemporánea por la UAB y profesor titular de la Universidad de Vic (Uvic-UCC), donde es decano de la Facultad de Empresa y Comunicación. En este momento imparte docencia en el grado de Periodismo. Ha participado en numerosos congresos internacionales y habitualmente realiza estancias en universidades de América Latina. Articulista de prensa, participa en tertulias de radio y televisión, conferenciante y ensayista, sus últimos libros publicados han sido El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y el cruce del modelo social europeo en tiempos de crisis (Octaedro, 2013) y La Economía del Absurdo. Cuando comprar más barato contribuye a perder el trabajo (Deusto, 2015), galardonado este último con el Premio Joan Fuster de Ensayo. También ha publicado Adiós a la soberanía política. Los Tratados de nueva generación (TTP, TTIP, CETA, TISA...) y qué significan para nosotros (Ediciones Invisibles, 2017), y La política, malgrat tot. De consumidors a ciutadans (Eumo, 2019). Acaba de publicar, Populismo y relato independentista en Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? (El Viejo Topo, 2020). Colabora con Economistas Frente a la Crisis y con Federalistas de Izquierda.
Blog: jburgaya.es
Twitter: @JosepBurgayaR