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Carta adulta a jóvenes desmotivados


(Tiempo de lectura: 7 - 13 minutos)

Toda persona sensata sabe que entre los jóvenes y las generaciones adultas suele existir una brecha de incomprensión más o menos profunda. Ello dificulta, pues, el entendimiento mutuo. El hecho no es nuevo, siempre reaparece en la escena social durante los tránsitos generacionales. En estos, se altera el protagonismo social desplazando de la primera línea de la actividad a una generación veterana por otra joven que accede al rango de responsabilidad y actividad más elevado.

Una vez instalada en la escena, la generación recién llegada va aplicando valores propios y excluyentes. Es lo que se conoce como adanismo, ya que incluye un rechazo abierto a toda influencia de su generación predecesora, como si se tratara de la primera que surgió al mundo para encarar los cometidos que tiene enfrente. Mas llega un momento en su desarrollo en el que la nueva protagonista suele recapacitar y acaba dando una parte de la razón a la anterior generación, en lo relativo a las pautas de actuación que tiempo atrás ésta le sugería. Con tal bagaje, se enfrenta a una ulterior promoción de jóvenes que, a su vez, le desplazará de la escena… Todo lo cual reproduce el ciclo, que pasa a ser considerado como ley de vida. Como elemento vertebrador de cierta comunicación entre generaciones siempre queda el rastro, siquiera un hilo, de un lenguaje compartido entre los que se fueron y los recién llegados, nexo que asegurar cierta transmisión de cultura en sentido amplio. La experiencia transmitida permitirá mantener algunas conquistas y valores así como importantes referencias para cambios y avances.

Pero la particularidad que presenta hoy la brecha existente es que tal lenguaje intergeneracional mutuamente comprensible, que permite trasvasar ciertas experiencias y perfeccionarlas mediante cambios, hoy ha dejado de ser común y compartido, lo cual imposibilita de modo rotundo todo tipo de comunicación y de avance. Lo vemos claramente en lo relativo a la política. Dejando aparte las fatigosas vicisitudes de la generación adulta –tildadas de batallitas por los más jóvenes- desde la óptica de los veteranos resulta incomprensible la pasividad con la cual buena parte de la juventud atiende, si es que atiende, a las condiciones en las cuales se desarrolla hoy y se desarrollará mañana su propia existencia. Por parte de muchos jóvenes, se suele percibir como totalmente inútil cualquier sugerencia, consejo o reflexión al respecto procedente de la anterior generación. Y cada vez es menor ese supuesto influjo que lo vivido puede aportar a lo por vivir. Es como si se tratara de partir de cero en todo, tal es la expresión suprema del mentado adanismo.

Para fundamentar tal exclusión, desde el área de los jóvenes se invoca el argumento según el cual, comoquiera que los adultos vivieron en una era tecnológicamente analógica, ya rebasada, se les considera incapaces de entender el presente, ahormado por la tecnología telemática, es decir, telefonía más informática, en una nueva era denominada digital. Las ventajas técnicas que las nuevas herramientas presentan, que son evidentes, se consideran sagradas, intocables, supremas. La felicidad se asocia hoy a su destreza.

La envolvente que en clave tecnocrática se cierne hoy sobre los jóvenes es de tal magnitud que ya nadie parece sentirse con fuerzas para buscar una explicación al desconcierto reinante. Vamos a tratar de explicarlo. El resultado de la pasividad ante sus propias vidas suele ser, salvo excepciones, que el viejo dicho epicúreo “comamos y bebamos que mañana moriremos”, se instala en millones de jóvenes. Son aquellos que han crecido en un mundo distinto, pretendidamente hedonista, ansioso de ese placer que parece brindárseles desde la botella mágica de una pantalla de plasma y una línea telefónica asociada. Mas ¿qué tenemos ahí?: un universo autoalimentado, de imágenes, iconos y símbolos, blindado a todo tipo de cambio; una especie de útero donde el por nacer, el nasciturus, lo tiene todo para permanecer pasivamente en su seno mientras le alimentan, a base de imágenes, sin que él crea que deba o pueda hacer nada más.

Pero el alumbramiento, la salida a la realidad tangible, le llegará más temprano que tarde. En esa especie de útero, el esfuerzo como lema vital superador de los obstáculos no existe; la rotura del confort brindado por la telemática tampoco parece posible, porque no existen ni el pasado ni el futuro en el recóndito seno donde permanece acomodado. Todo discurre en un presente continuo, deslocalizado y deshistorizado, irreal, virtual. La vida, para los jóvenes abducidos por el embrujo telemático, se despliega en ese presente infinito en el que la experiencia, la otreidad, la duda, la crítica, el cambio… todo ello se desdeña abiertamente y se descartan como pautas vividas capaces de brindarles referencias para conducirse en la vida, avanzar y eludir el sufrimiento propio y el ajeno. La anestesia tecnocrática -cratos, significa poder- parece invencible.

Tecnodependencia

Desde la óptica adulta, resulta imposible comprender qué tipo de gratificación puede obtener un joven al declinar el desafío y la aventura de intentar autoconstruir su propia vida, pese a las enormes trabas que le salen al paso para impedirlo: esos millones de jóvenes tecnodependientes viven, trabajan o languidecen parados hoy bajo un sistema que es objetivamente incapaz de asegurarles un futuro estable para poder diseñar sus propias vidas. Razón por la cual tantos de ellos demoran o se ven forzados a demorar, hasta límites preocupantes, su emancipación personal o su derecho, por ejemplo, a formar una familia: así, la vida va discurriendo; cumplen años y más años atrapados en burbujas y cuando quieren darse cuenta, la posibilidad de asumir ese y otros tantos retos, a los que tienen derecho a aspirar, se desvanece. No obstante, les conviene saber que otras generaciones toparon con condiciones objetivas tan adversas o más –pensemos en las dictaduras, las miserias y hambrunas que asolaron la historia española y europea, no digamos la africana o asiática, durante tantas décadas- y nunca perdieron el anhelo de superarlas.

¿Cómo recuperar cierta comunicación entre generaciones consecutivas que sirva para ayudarse mutuamente? Pese a la posibilidad de ser tildado de paternalista o, peor, aún, moralista o dirigista, hay una serie de recetas que, aún hoy, tal vez puedan serles útiles. La primera será tomar conciencia de la situación y determinar si se considera problemática o no, para trazar luego soluciones posibles. Partamos del hecho objetivo, incuestionable: la incomunicación intergeneracional. ¿Dónde se origina? Todo indica que jóvenes y adultos parecen emplear hoy dos lenguajes totalmente distintos. Los adultos suelen guiarse -o decir que se rigen- por vectores racionales, espacio-temporales, espacio y tiempo, las dos dimensiones sobre las que se ha desarrollado la vida y la cultura humanas desde tiempo inmemorial. Están enraizados en la psique humana en forma de sólidos arquetipos. Sin embargo, los jóvenes prescinden ya de esas dos muletas, porque el mensaje que perciben de la tecnología y de la tecnologización del mundo es que ni tiempo ni espacio existen, puesto que en la red, en los telejuegos, todo transcurre en ese presente infinito, virtual, continuo al que nos referimos antes. Si analizamos detenidamente esta cuestión, tal parece hallarse en el origen del desencuentro. No se puede arbitrar un partido de fútbol con el reglamento taurino como pauta arbitral. Ergo, jóvenes y adultos no se entienden ni se entenderán mientras no se establezca un pacto, un acuerdo, un consenso de lenguaje común, ya que ambas categorías de la población, joven y adulta, pese a hablar en lenguas diferentes, han de convivir y coexistir.

A grandes rasgos cabe decir también que la generación adulta se regía por pautas digamos racionales, reflexivas, aparentemente lógicas; mientras que los jóvenes, hoy, son más sensibles al mundo de las emociones, los sentimientos, las pulsiones vitales inmediatas. Esto no es nada nuevo, pero hay gentes de la mala hierba empeñadas en levantar un muro en torno a una condición natural de los jóvenes de todas las épocas, fascinados a partir de la adolescencia por el descubrimiento de su yo personal a través de la experimentación sobre tales pulsiones. Para truncar esa delectación en el hallazgo de uno mismo a través de los sentidos, aparecerá el tétrico mundo de la droga, que cortará de cuajo esos procesos de introspección coagulándolo con atajos químicos que erosionan el bastidor orgánico, la salud, de tantos adolescentes y jóvenes. El libre albedrío permite la experimentación, no faltaba más. Pero no nació la libertad personal para experimentar jugar con un fuego que, casi siempre, conduce a la autodestrucción. Una tercera característica del problema que explicamos sería la percepción sobre el futuro, corta de alcance en las generaciones adultas, por razones obvias, y larga y nebulosa en la de los jóvenes.

¿Qué más hay? Poco más. Pero lo que hay es lo suficientemente diferenciador como para tender un valladar casi infranqueable entre generaciones jóvenes y veteranas. Los adultos más responsables y conscientes -que inconscientes e irresponsables también los hay- en el mejor de los casos quisieran evitar problemas livianos a las generaciones más jóvenes. No tratarían de suplantarles en la tarea propia de cada generación -y de cada cual- de acometer y encarar los problemas que afectan a todo ser humano sobre su lugar en el mundo y su deseo de ocuparlo. Más bien, la pretensión adulta consistiría en contribuir a despejarles los problemas secundarios, esos que tanto estorban y distraen, como son pequeñas fobias, desequilibrios, complejos y alguna que otra neura, para que los jóvenes puedan afrontar sin distracción los retos existenciales que todo ser humano y todo grupo generacional debe afrontar por sí mismo para alcanzar la emancipación.

Pero, siempre hay un pero, los adultos más responsables, alertarán de que todo depende de en qué posición social, económica y política se encuentre el joven concernido. Porque esa categoría, llamada clase, estamento o grupo, definirá las posibilidades de acometer aquel desafío con mejores o peores expectativas, puesto que “no todos los gatos son pardos”, no todos los intereses de cada grupo social distintivo son iguales a los de otro grupo social que ocupa, por ejemplo, una posición económica superior. Comoquiera que en la sociedad, tal como se dispone ante nuestros ojos, esta desigualdad de intereses, de poderes y de rango, determina las desiguales condiciones de acceso a la felicidad por la que todos luchamos, será preciso idear fórmulas para corregir, reducir y en su caso, erradicar, esa desigualdad de partida, que exhibe no solo el Documento Nacional de Identidad sino también, y sobre todo, el Distrito Postal del individuo concernido. Y ese esfuerzo corrector, reductor y erradicador se llama Política.

En la lógica de los adultos, la lucha contra esas desigualdades les llevó a ellos a la drea política, a la lucha estudiantil, sindical, feminista, ecológica, partidaria… Y consideran que la clave para conseguir esas metas igualitarias, preámbulo necesario para demostrar luego la uniqueza, la singularidad especialísima de cada persona, es la mezcla armoniosa entre comunicación y organización. En el área juvenil, sin embargo, asistimos al alarde reiterado de un deseo por mostrar que la tecnología brinda a los jóvenes atajos gratificantes, visuales, semejantes a los sueños: sonidos atronadores, colores luminosos, relatos legendarios, pugnas por dominios, Tierras Medias…, todo ello encriptado en las pantallas líquidas, capaces de procurar impactos de felicidad emocional e instantánea a raudales. Pero no hay propuesta organizativa ni comunicativa alguna detrás de todo ese aparataje. Lo social, lo colectivo, lo de todos, no parece existir. El joven está solo frente a su ordenador. Tiene la ilusión de conectarse, si, con otros, pero, en definitiva, solo juega consigo mismo. La soledad le embarga. Ni siquiera suele dar su imagen real en la red. En realidad, en la vida cotidiana, en el día a día, en el trabajo –si es que lo hay y el joven lo encuentra- ¿cómo se desarrolla esa vida, esa existencia del joven empobrecido por un salario que frisa lo miserable, con horarios extenuantes que le impiden mantener relaciones estables con las personas a las que ama, las que más estabilidad afectiva y emocional le brindan, si, para colmo, se les niega el acceso a la toma de las decisiones estratégicas que marcarán sus vidas? Desde luego, siempre hay y habrá jóvenes que se conformen con esa oferta lujuriante de estímulos que la lúdica tecnológica les ofrece un día sí y el otro también, como muchos adultos se aferrarán a una botella de cerveza o a un resultado futbolístico como razones de ser de su existencia. Pero, desde la óptica más inteligente, ese conformismo se descubre como alienación, es decir, la situación en la cual alguna persona o clase social, mentalmente, emocionalmente, psíquicamente, es rehén de otra persona o de otra clase más poderosa que él o aquella.

Y aquí, con el debido permiso, viene la moraleja personalizada: los adultos podemos llegar al compromiso de complementar nuestra cultura analógica con vuestra cultura digital. Trataremos de entender cosas que nos resultan muy arduas de entender. Nunca adquiriremos la destreza vuestra a la hora de navegar por ese océano tan seductor como al parecer se os ofrece. Si a vosotros os gratifica, también tendrá valor para nosotros y seremos capaces de descubrirlo. Trataremos de percibir el mundo a vuestra manera (ojalá lo consigamos).

Ahora os toca escuchar a vosotros, señaladamente los jóvenes desmotivados y desmovilizados pues los que no lo están, que son también muchos, luchan a su modo como pueden y desde donde pueden. Sería idóneo que admitierais un consejo adulto: organizáos. Defended vuestros derechos. Exigid a los poderes el cumplimiento de la Constitución en cuanto al derecho a la vivienda, la educación, la sanidad, la cultura, la información, la asociación y la libre expresión; y, sobre todo, cuanto concierne a las libertades y deberes para con vuestro país. Dedicad una décima parte del tiempo que muchos de vosotros dedicáis ahora a divertiros, a los conciertos y a navegar por las denominadas redes sociales a detectar, deliberar y discutir sobre vuestros problemas vitales en casa, en el trabajo, en las aulas y en la calle y a hallar la forma de solucionarlos. No descartéis la lucha política, la posibilidad de conseguir fuerza propia, atenta a la justicia, para mejorar desde dentro la que hoy despliegan los partidos; ni menos aún descartéis la lucha sindical, que tantos avances históricos consiguió por el esfuerzo anónimo de tantos trabajadores.

Y, ahora mismo, pensad que vuestro voto, avalado por la participación en la vida democrática del país, sirve para cambiar todo lo que está mal y conservar todo lo que está bien y se ha conseguido no solo para vosotros sino para la mayoría de vuestros conciudadanos, que os necesitan y necesitan vuestro voto hoy más que nunca. Vuestra ausencia de las urnas, pensadlo bien, es un bumerang contra vuestros intereses y contra los de los demás. Nos degrada a todos. Dad a internet lo que es de internet; pero no olvidéis dar a la sociedad lo que de vosotros demanda para la prosperidad de todos y todas. La responsabilidad de construir un futuro mejor, sin retroceder un ápice, está en vuestras manos.

 

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.