El Decreto de 4 de enero de 1813 sobre baldíos
- Escrito por Eduardo Montagut
- Publicado en Historalia
En un anterior artículo estudiamos qué eran los baldíos. Pues bien, en el presente trabajo queremos estudiar el primer intento de reforma en un sentido propio del liberalismo económico de los mismos, aunque con matices por algunos aspectos, que hoy denominaríamos, sociales, en las Cortes de Cádiz.
En el preámbulo del Decreto de 4 de enero de 1813 se condensa la filosofía desamortizadora de la disposición. Se considera como un principio básico la conversión de los terrenos comunes en propiedad particular, como medio para el desarrollo de los pueblos, y el fomento económico. Pero, además, dicha reforma pretendía otros beneficios: para la hacienda pública, para los que había luchado por la patria y para los ciudadanos no propietarios. Esta dualidad procede de dos ideas, según Miguel Artola. La primera sería genuinamente heredera de la Ilustración y se relacionaría con el aumento de la renta nacional, es decir, con el fomento económico a través de la modificación del régimen de propiedad, mientras que la segunda, propia del liberalismo vincularía esa modificación de la propiedad con la cuestión hacendística, fundamentalmente.
El proceso de que culminó en este proyecto nace en 1810, como bien ha estudiado Miguel Artola. No vamos a insistir en esta cuestión y a la obra citada nos remitimos, aunque conviene señalar que, según siempre el autor citado, terminó por triunfar más el carácter desamortizador que el reformista.
El primer artículo establecía que todos los baldíos o realengos, de propios y arbitrios, con arbolado o sin él, con excepción de los ejidos de los pueblos, debían reducirse a propiedad privada (particular era el término de la época), aunque debería establecerse que en los terrenos de propios y arbitrios se supliesen sus rendimientos anuales por los medios que se estimaran oportunos, según propuesta de las Diputaciones Provinciales con aprobación definitiva de las Cortes.
El artículo segundo es importante porque establecía, independientemente de la forma en que se distribuyesen estos terrenos, la propiedad plena de los mismos para poder ser acotados y cercados, y para destinarlos al fin que estimaran oportuno. Se dictaminaban dos condiciones: el libre uso de las vías pecuarias, caminos, abrevaderos y servidumbres, así como la prohibición taxativa de que dichas tierras pudieran ser vinculadas.
En el proceso de enajenación tendrían preferencia los vecinos de cada término municipal. Las enajenaciones serían responsabilidad de las respectivas Diputaciones Provinciales, según las características de cada lugar, así como la disposición de los terrenos que debieran conservar los pueblos. Estos procedimientos se elevarían a las Cortes para su aprobación. Al parecer, para evitar la oposición que provocó el primer proyecto en las Cortes, se otorgó esta iniciativa a las Diputaciones. Para que esto funcionara se pedía el máximo celo a la Regencia del Reino y a las Secretarías de la Gobernación.
La mitad de los baldíos y realengos, según el artículo sexto del Decreto, quedaban reservados para la hipoteca de la deuda nacional. Tendría preferencia en esta amortización los créditos que contra el Estado tuvieran los vecinos de los pueblos donde se enajenaran los terrenos baldíos. Pero, además, se ordenaba otra preferencia en relación con estos créditos: los que procedieran de suministros para el ejército o préstamos para la guerra, realizados desde el día primero de mayo de 1808. También tendrían preferencia en la compra de los baldíos destinados a esta hipoteca de la deuda nacional los vecinos de cada lugar, y los comuneros en el disfrute de los terrenos, aceptándose, en línea con lo anteriormente expuesto, los créditos que tuvieran por suministros y préstamos de guerra, y en su defecto cualquier otro crédito nacional legítimo. En esta mitad de los baldíos debía comprenderse la parte que ya se había enajenado de forma legal para los gastos de la guerra.
De las tierras restantes de baldíos y realengos, o de propios y arbitrios, se daría, gratuitamente, una parte para los capitanes, tenientes o subtenientes de cierta edad o ser mutilado de guerra, se hubiera retirado con la debida licencia, y con documentos donde se demostrase que no se tenía ninguna mancha o nota en contra en su trayectoria militar. También, otra parte sería destinada a sargentos, cabos, soldados, trompetas y tambores en las mismas situaciones. Los beneficiarios de estas suertes podrían ser, además, combatientes no militares, es decir que hubiera participado en partidas, tanto en la guerra como en las turbulencias americanas. Tenemos que tener en cuenta el papel preponderante que la Guerra de la Independencia habían tenido los guerrilleros. También, dado el papel de extranjeros en esta contienda, los beneficiarios podrían ser españoles o naturales de otro país. La última condición era que hubiera baldíos donde tuvieran o fijasen su residencia. Como vemos, la vecindad era un requisito muy valorado en el Decreto, como se demuestra, además en la exención de tributos sobre la tierra y sus productos por un tiempo ocho años si los cualquiera de los agraciados con suertes o sus sucesores estableciesen su residencia en la misma suerte. Estas suertes son denominadas como “premios patrióticos” y no eran incompatibles con otros premios. Dichas tierras para combatientes de la guerra deberían ser más o menos iguales para que su cultivo pudiera mantener a una persona. Estos terrenos serían establecidos por los Ayuntamientos, una vez que los interesados presentasen las respectivas documentaciones que les hacían beneficiarios de esta disposición específica. Las Diputaciones provinciales, en función del poder ejecutivo que les atribuía el Decreto, serían las destinadas de aprobar estas concesiones y regular posibles agravios.
De los restantes baldíos, se asignaría una suerte, por sorteo, a cada vecino que lo solicitara y que no tuviera tierras propias, no pudiéndose superar este tipo de tierras destinadas a este fin social, la cuarta parte del total de esta mitad. Si no hubiera tierras suficientes entre los baldíos, se daría en tierras de propios y arbitrios, imponiéndose sobre dicha suerte un canon redimible equivalente al rendimiento de la misma en el quinquenio que finalizaría terminando el año 1807, para que no se vieran muy alterados los fondos municipales. En caso de que alguno de estos beneficiarios dejara de pagar el canon en dos años consecutivos, siendo de propios la suerte concedida, o que la tuvieran en aprovechamiento, sería concedida a otro vecino que no tuviera tierra propia.
Las suertes concedidas para militares, combatientes y vecinos sin propiedades lo serían en régimen de plena propiedad, como las que se distribuirían en la primera mitad con la misma condición de prohibición de que se vinculasen. La diferencia con las suertes de esa primera mitad, era que éstas no podían ser enajenadas antes de cuatro años mientras que dicha condición no existía para las suertes de la primera mitad.
Bibliografía:
ARTOLA, M., La España de Fernando VII, Madrid, 1999.
Eduardo Montagut
Doctor en Historia. Autor de trabajos de investigación en Historia Moderna y Contemporánea, así como de Memoria Histórica.
Lo último de Eduardo Montagut
- Amalio del Rey y la organización de los empleados de Correos y Telégrafos
- El Gran Consejo General Ibérico y Gran Logia Simbólica Española y la llegada de la República en Brasil
- Una concepción masónica sobre la libertad, la igualdad y la fraternidad en 1889
- “O todos a Cuba, o ninguno”: Pablo Iglesias en septiembre de 1897
- Reflexiones de Jaurès sobre la violencia