La Revolución francesa. El siglo XVIII y la “opinión”
- Escrito por Emilio Alonso Sarmiento
- Publicado en Historalia
Como han afirmado algunos historiadores: el siglo XVIII descubrió la fuerza de la “opinión”. La ciudad de aquellos años, era algo así como un laboratorio de ideas, creador de sentimientos comunes y, casi, de una conciencia política. Pero más exacto que hablar de ciudad, sería el hacerlo del público culto de la ciudad, y muy especialmente del de Paris, reunido, congregado alrededor de los llamados “publicistas”, y de las ideas reformadoras. Por aquella época, un libro de historia, de economía, o un relato de viaje, ya se habían convertido en mercancías, que podían enriquecer a su autor. Y si tal escritor se beneficiaba también, lo que no era raro, de la hospitalidad aristocrática, nunca era en menoscabo de su independencia intelectual.
¿Hubo pues un pensamiento característico del s. XVIII? Rotundamente sí: el espíritu de reforma. Aunque en sí mismo, fue múltiple e, incluso, contradictorio. El Estado despótico e ilustrado, que imaginaron los fisiócratas, no era el Estado liberal e ilustrado de Montesquieu, y meno todavía la democracia igualitaria de Rousseau. Pero incluso las polémicas internas, nacidas de la pluralidad de las corrientes y de los ambientes intelectuales, fomentaron el espíritu de dicho siglo, e introdujeron las nuevas prioridades afectivas e intelectuales: la razón, la dicha y la tolerancia. Podríamos decir que en este aspecto, a partir de 1750, dicha batalla ya estaba plenamente ganada.
Ante el tribunal de esta cultura burguesa, que desacralizó al Antiguo Régimen (“L'Ancien Régime”), la múltiple acusación contra el absurdo de la vieja sociedad, la irracionalidad de las religiones reveladas, o el parasitismo de los señores, fue tanto más formidable, cuanto que no se sólo se apoyaba en la demostración de lo razonable y de lo deseable, sino que se alimentaba también, de las más oscuras fuerzas del rechazo y de la humillación social. El privilegio nobiliario que, en todos los campos, era fortalecido por la evolución del siglo, exacerbaba la cólera burguesa.
De esta manera fue tambaleándose progresivamente, el equilibrio de todo un sistema. La miseria del campesino, el empobrecimiento del asalariado, y la frustración de la burguesía, se oponían conjuntamente a la tradición. Pero esa requisitoria aún no era radical, otorgaba plazos y pedía reformas, pero no una revolución. “Reformas” fue el concepto clave, en torno a ellas se anudó el drama. Pues por aquellos años, se extinguió la vocación reformista del absolutismo regio.
Pero al mismo tiempo, las fuerzas de la resistencia, habían llegado a ser más poderosas que las del movimiento. La nobleza se tomó el desquite, del alejamiento político en la que la mantuvo Luis XIV (“L'État, c'est moi”). La nobleza bloqueaba el Estado y los grandes empleos, laicos y eclesiásticos. Con su peso social, con su riqueza y su conservadurismo político, aplastaba las veleidades regias y los planes renovadores de una administración que, muchas veces, siguió siendo notable. No atacaba el absolutismo, sino en nombre de la tradición, mientras que la opinión ilustrada de lo que se llamó el Tercer Estado, lo atacaba en nombre de las reformas. La convergencia de estas corrientes contrarias debilitó al poder, y lo encerró en una inmovilidad, que era el principal anhelo nobiliario. Anne Robert Jacques Turgot, que fue la última oportunidad, de un arbitraje monárquico en Francia, lo aprendió a su costa en 1776.
De este modo, la cuestión más importante de la política interior del reino – la cuestión financiera – iba a quedar sin solución, puesto que era la que planteaba, el conjunto del problema económico-social. La base tradicional del impuesto, que eximía a los nobles del gravamen territorial (de la “taille”) y que permitía que la Iglesia se librara de él, mediante un compromiso periódico, no era ya sólo injusta. En un siglo de crecimiento excesivo de la renta territorial, que dejaba libre de impuestos, lo esencial de la riqueza producida y acumulada, gravitaba con mucha mayor fuerza, sobre las rentas populares. Todo el pensamiento reformador del siglo, exigió un impuesto territorial único, proporcional a la renta. Pero el rey se negó a sacrificar a “su” nobleza. Y fue entonces, cuando la crisis financiera del Antiguo Régimen, alcanzó su verdadera dimensión: era ya la crisis de una sociedad.
Pues eso.
Emilio Alonso Sarmiento
Nacido en 1942 en Palma. Licenciado en Historia. Aficionado a la Filosofía y a la Física cuántica. Político, socialista y montañero.
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