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Elogio de la autocensura


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No es verdad, como  porfían algunos de natural vehemente, que vivamos una época de censura. Los que dicen eso hablan por hablar y desde la ignorancia, cosa por lo demás nada novedosa. No existe otra censura que la que limita con el Código Penal, lo que existe, y, además con peligrosa propensión a extenderse, es la autocensura. Esta es relativamente novedosa, arranca aproximadamente con el siglo y va de la mano de algo que ha dado en llamarse lo políticamente correcto y que de tanto ser nombrado y renombrado, de tanto manoseo, ha quedado en expresión hueca. La autocensura del XXI es universal, o al menos occidental. En España no conocíamos un fenómeno de tales características desde los últimos años del franquismo. Durante buena parte de  la dictadura de Franco no existió autocensura, sino directamente censura, que según se mire es más cómoda, ya que el censor te da el trabajo hecho. Con la autocensura eres tú el que se la juega, como cuando tu madre te decía: tú verás lo que haces, atente a las consecuencias. Y las consecuencias podían ser temibles.            

El fenómeno de lo politicall correct surge en los Estados Unidos y en su origen buscaba proteger e integrar a las minorías tradicionalmente marginadas. Con el tiempo, esa corrección, que conlleva la utilización masiva de eufemismos, se ha transformado en una práctica con vocación totalitaria y redentora, que se erige en intérprete de la realidad, en juez del presente y también de la historia; un movimiento que puede llegar a destruir famas y derribar estatuas, si una buena obra lo requiere. Por este camino desembocamos en la cultura de la cancelación. La directora de cine Elena Martín Gimeno se refería a este asunto en una reciente entrevista en el diario El País: “Francamente, no ha habido una sola cancelación en este país. Ahora resulta que cancelar es cuestionar y pedir responsabilidades a una persona que ha ejercido su poder contra la integridad de las personas”, decía la directora de Creatura. Lo que Martín Gimeno llama crítica, a la que cualquier persona pública está sometida, no es lo que se entiende tradicionalmente por tal, sino una campaña orquestada y masiva que busca intimidar y señalar a quien se sale de los cauces marcados por los depositarios de un bien superior. ¿Ejemplos? No pondré ninguno, en un ejercicio de autocensura que me aplico y que pudorosamente les confieso.

El afán por censurar no es exclusivo de los movimientos que pretenden corregir las injusticias del mundo con parches de buena conciencia y pastillas eufemísticas. Me sorprende estos días la firma de más de quinientas personas, intelectualmente relevantes muchas de ellas, que piden que se prohíba la proyección de la película No me llame Ternera, dirigida por el conocido periodista televisivo Jordi Évole. ¿Qué muestra esa película? Se sabe que es una entrevista con el conocido terrorista Josu Ternera. Los firmantes del escrito desconocen el contenido de la producción cinematográfica, que ninguno de ellos ha visto. ¿A qué entonces esa llamada a la prohibición, entiéndase censura? Que entre los firmantes esté Fernando Savater, que tan valientemente ha defendido durante décadas la libertad de expresión, demuestra que el entusiasmo censor se extiende como una enfermedad contagiosa. Yo, por si acaso, me escondo tras el burladero de la autocensura, y lo hago de la mano de un aforismo del filósofo alemán  Ludwig Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar, hay que callar”.  

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.