En defensa de un término: revolución española
- Escrito por Antonio Manuel Moral Roncal
- Publicado en Historalia

El periodo de transición de la España del Antiguo Régimen al Nuevo Estado del siglo XIX, que abarca el periodo 1808-1840, ha sido definido por los historiadores de varias maneras. Entre ellas, hubo un tiempo en que se denominó “revolución burguesa”, pero actualmente no tiene sentido, puesto que se ha demostrado que la burguesía era minoritaria y circunscrita geográficamente a Barcelona, Cádiz, Valencia y algunas ciudades más. España era un reino de economía fundamentalmente agropecuaria, la mayor parte de la población vivía en y del campo, aunque existiera un comercio con América y en el interior peninsular. Hubo muchos nobles -con título o de origen hidalgo- que apoyaron el cambio.
Más tarde, surgió la denominación “revolución liberal”, puesto que se creyó que el liberalismo había sido la única fuente para la creación del Estado decimonónico, favorecedor de una economía capitalista y de una sociedad de clases. Sin embargo, cada vez más surgen estudios de historiadores que demuestran la importancia del pensamiento afrancesado. El Estatuto de Bayona de 1808 quiso construir un Estado centralizado, moderno, con división de poderes, impulsor del mercado nacional -eliminando aduanas interiores-, favorecedor de la unidad legislativa frente a la existencia de múltiples fueros y jurisdicciones del Antiguo Régimen. Introdujo la idea de un Estado impulsor de la educación pública, de una universidad napoleónica y de la construcción de obras públicas, allí donde la iniciativa privada no pudiera hacerlo. Sus defensores, los afrancesados, sobrevivieron a la guerra de la Independencia y el exilio, volviendo a España a partir de 1820. Si los liberales de las Cortes de Cádiz intentaron crear Nación, los afrancesados procuraron crear Estado.
Los afrancesados se incorporaron a la alta administración de los ministerios con la ayuda de absolutistas moderados durante el reinado de Fernando VII, llegando incluso a la corte. Fueron fundamentales para el impulso del Estatuto Real de 1834 y para la creación del Partido Moderado, uno de los más importantes y duraderos partidos de gobierno del reinado de Isabel II.
A finales del siglo, el Estado español se caracterizaba por un poder ejecutivo en la capital que intentaba imponerse, cada día, a los municipios y provincias. Predominaba sobre el judicial, eso sí, el cual estaba desprovisto de competencias para juzgar a la administración pública y sus servidores. La gestión de los servicios públicos estaba a cargo de burocracias seleccionadas en función de mérito y capacidad, lo cual no era incompatible con el clientelismo político. El centralismo se había reforzado como consecuencia del fracaso del federalismo republicano de 1874 y se había construido una red ferroviaria que favorecía la unidad de mercado. Sin olvidar que el Estado había derrotado en tres ocasiones al carlismo en el campo de batalla.
En definitiva, el pensamiento afrancesado tuvo una importancia clave en la construcción del Estado del siglo XIX, ya que suministró hombres e ideas de forma inagotable hasta, al menos, 1868. Por ello, resulta mucho más adecuado el término “Revolución española” para definir este paso del Antiguo al Nuevo Régimen, ya que engloba tanto al pensamiento liberal como al afrancesado, y a comerciantes, militares, funcionarios, clases medias y aristócratas como grupo transversal protagonista de esos cambios.
Si estudiamos a la Revolución Francesa, la Revolución Rusa o la Revolución Inglesa creo que deberíamos estudiar también, así, a la Revolución Española.
Antonio Manuel Moral Roncal
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea por la UAM.