Una infancia en la Córcega del siglo XVIII
- Escrito por Antonio Manuel Moral Roncal
- Publicado en Historalia
A mediados del siglo XVIII, la isla de Córcega era un enclave de la poderosa ciudad comercial y burguesa de Génova. Si bien era un enclave montañoso, poblado de árboles y de gran belleza, contenía al orgulloso y bélico pueblo corso. Cansadas de las incesantes revueltas contra su autoridad, las autoridades genovesas decidieron, por el tratado de Versalles de 15 de mayo de 1768, vender al reino de Francia la isla, prácticamente independiente desde 1755 bajo el mando del general Pasquale Paoli. Muchos consejeros del rey Luis XV desaprobaron la adquisición de ese enclave mediterráno, al que observaron como un futuro problema para el Gobierno de París, pero la compra siguió adelante y Córcega pasó a depender de las autoridades francesas. Los corsos, bajo el mando de Paoli, decidieron resistir a los ejércitos invasores pero la derrota de Ponte Nuovo –8 de mayo de 1769- puso fin a la revuelta y obligó a Paoli a refugiarse en Gran Bretaña. De esa manera, cuando nació Napoleón en Córcega, el 15 de agosto de 1769, hacía sólo un año que la isla era una posesión del reino de Francia Carlos Bonaparte o Buonaparte -el padre del futuro emperador- era, como otros muchos habitantes, de origen italiano, pues era miembro de la nobleza de Toscana, pero sin grandes abolengos ni antepasados célebres. Los Bonaparte vivían modestamente en Córcega, obteniendo algunas rentas de tierras mediocres y de sus irregulares ingresos como notarios o escribanos. Dos tíos sacerdotes ayudaron a sostener el clan. Uno de ellos logró llegar a ser arcediano de Ajaccio, la capital de la isla.
Carlos Bonaparte, decidido y gallardo, se había casado a los dieciocho años con Leticia Ramolino, una adolescente de catorce, hija de un funcionario al servicio de la República de Génova. Durante toda su vida, Leticia Bonaparte demostró ser una mujer singular, dotada de una fuerte personalidad, con un profundo sentido del honor y de la dignidad natural de los corsos. Si incluso en la riqueza continuó siendo parca y moderada, era porque había conocido la pobreza en muchas ocasiones. El poeta Stendhal, al elogiar su carácter impasible, firme y ardiente, la comparó con las grandes heroínas de la Antigüedad -la madre de los Horacios o Penélope- y con las grandes protagonistas del Renacimiento italiano. Jamás tuvo miedo de los problemas económicos ni se dejó deslumbrar por la aparente prosperidad durante los días del Imperio de su hijo Napoleón.
Tan pronto como las nuevas autoridades francesas tomaron posesión de Córcega, y la bandera blanca con la flor de lis de los Borbones fue izada en Ajaccio, surgieron las primeras protestas de los corsos. Carlos Bonaparte, acompañado siempre de esposa, permaneció fiel al héroe de la resistencia y solamente después de la derrota y de la marcha de Paoli se decidió a solicitar un salvoconducto del comandante francés, volviendo a su casa de Ajaccio y la administración de sus más bien escasos bienes. En agosto su mujer dio a luz a su segundo hijo, Napoleón, al que tan sólo su hermano José le había antecedido a su llegada al mundo. La leyenda cuenta que Leticia no pudo llegar a tiempo a su habitación y colocó al niño en la antecámara, sobre una alfombra con figuras antiguas. Leticia tuvo, en total, trece hijos, de los que sólo sobrevivieron ocho: José, Napoleón, Luciano, Jerónimo, Luis, Carolina, Elisa y Paulina.
Para alimentar a una familia tan numerosa -aunque muy común en aquella época- era necesario obtener más rentas y ponerse a trabajar, por lo que Carlos Bonaparte tuvo que reconciliarse con los franceses, quienes estaban dispuestos a perdonar mediante la concesión de amnistías a aquellos que habían apoyado los intentos independentistas de Paoli. Pero, en las frías y largas tardes de invierno, Carlos siempre procuró contar a sus hijos las hazañas de su héroe, su sueño por lograr una Córcega libre, trasmitiendo el ideal heroico de Plutarco a su prole, al ser el autor latino favorito del líder independentista.
Los Bonaparte enviaron a sus hijos a un colegio de niñas en el que Napoleón no se esforzó apenas. Después les llevó al colegio de jesuitas de Ajaccio donde su segundo hijo aprendió a leer con el abate Recco, de quién no se olvidaría nunca en la vida. Destacaba por su interés en matemáticas y por su aislamiento, así como por una determinación implacable que le llevaba a dominar a su hermano José, el cual, con dieciocho meses más que él, se veía obligado a hacerle los deberes y a prestarle cierta sumisión.
Leticia Bonaparte llamó la atención del general y gobernador francés conde de Marbeuf, que le hizo la corte al estilo italiano. Gracias a su amistad con este aristócrata, Carlos Bonaparte fue reconocido como noble por la Corona francesa, bajo el reinado del nuevo monarca, Luis XVI, nieto del anterior. Así, en 1779, el patriarca de los Bonaparte pudo presentarse en la corte de Versalles como diputado por Córcega. Un sobrino del general de Marbeuf, el arzobispo de Lyon, encargado de distribuir las subvenciones y pensiones de la Corona, concedió tres becas a la familia Bonaparte: una a José, para el seminario de Autun; otra para Napoleón, para la escuela militar de Brienne; y la tercera a una de las hijas, para el internado real de Saint-Cyr. En consecuencia, Napoleón, con nueve años de edad, fue llevado a Francia por su padre, suceso que en aquel momento pareció carecer de importancia en su corta vida.
Su carácter se fortaleció en la escuela militar de Brienne, al sufrir la gran prueba de los espíritus orgullosos, ardientes y tímidos: el contacto con otros niños, extranjeros hostiles. Sus camaradas, miembros de la nobleza francesa, pues ningún oficial podía pertenecer al estado llano, le despreciaron al principio, apodándole "la-paille-au-nez", porque pronunciaba su nombre con acento corso, lo que sonaba algo así como "Napolioné". Así, orgulloso pero reacio ante el trato de sus compañeros, se mostró tímido, triste, sensible, poco amante de los juegos, mientras sus compañeros le gritaban que era un pupilo del rey, es decir, un pensionado, un pobre, mientras ellos pertenecían a ricas familias que no necesitaban la caridad de la Corona.
Poco a poco, sin embargo, su carácter se fue afirmando y endureciendo. En los juegos de guerra comenzó a mostrar un gran talento para la construcción de edificaciones. Mediante el trato con los franceses empezó a adquirir los prejuicios de éstos, convirtiéndose en un hombre del siglo XVIII, recibiendo una educación religiosa más volteriana y mundana que verdaderamente evangélica, aunque al llegar a su juventud sería testigo y parte del acontecimiento que marcaría el fin de una época y el comienzo de otra: la revolución de 1789.
Antonio Manuel Moral Roncal
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá. Doctor en Historia Moderna y Contemporánea por la UAM.