El primer carlismo: algunas opiniones enterradas. I
- Escrito por Josep Miralles Climent
- Publicado en Historalia
El carlismo ha sido visto y analizado de muchas formas, incluso contradictorias y, como en otras cuestiones históricas, tampoco los historiadores se ponen de acuerdo, y esto a pesar de que la Historia está considerada como una ciencia. Pero es que en cada época de la historia existe una revisión del pasado y un cambio de paradigmas que trastoca las visiones de la Historia en función de la cultura dominante. Ahora tenemos en las Españas el ejemplo con la «Ley de Memoria Democrática» donde el Estado fija —o fijará cuando se apruebe la ley— los criterios que determinan cuál es la verdad y la virtud, y lógicamente pocos se atreverán a cuestionarla para no perder popularidad o ser perseguidos, pues, como creo que dijo Bertand Rusell «los intelectuales aman la verdad, pero sólo el diez por ciento prefiere la verdad a la popularidad».
Cierta historiografía progresista posmoderna ha vuelto a la idea difundida por los liberales decimonónicos, asumida por cierta izquierda —y, paradójicamente, también por el franquismo—, de que el origen del carlismo era fruto de un pleito dinástico donde incluso flotaba la idea de ser un movimiento sexista por defender la Ley Sálica, o también defendía el absolutismo y los privilegiados.
Sin embargo, los orígenes del carlismo, en mi opinión, deben verse más desde el punto de vista social, político y económico, es decir, una manera de entender las Españas opuestas a las corrientes liberales.
Así, por ejemplo, para el profesor Julio Aróstegui, «a lo que el carlismo está verdaderamente ligado es a las transformaciones sociales que conllevan la nueva economía liberal-capitalista. Por eso su comparación con el anarquismo en la que insiste mucho Gerald Brenan, podría mantenerse a ese nivel, además de lo ético y lo psicológico». (Aróstegui, 1993, 71) y en otro lugar dice que no es suficiente calificar la contrarrevolución «al menos en sus orígenes, de retrógrada [pues] los proyectos liberal-capitalistas eran proyectos de clase, en beneficio de una concreta. La lógica del proceso implica la reacción de aquellos otros grupos que solo están llamados a jugar un papel subordinado», como era el caso de los carlistas, pues «el programa liberal es mantenido por la minoría ilustrada y acomodada de las ciudades, en rasgos generales». Por lo tanto, es plausible «que pueda interesarse el análisis del carlismo entre los movimientos de protesta popular propios de los orígenes del capitalismo» i, consecuentemente sería preciso preguntarse si «en una España isabelina, con un poder oligárquico amurallado tres el sufragio censitario, tenía otra posibilidad de expresión que no fuera el recurso al levantamiento armado. La respuesta es obvia: no. De ahí que el carlismo actuara como el vehículo del repudio del orden social imperante por las capas excluidas de la representación y la participación» (Aróstegui, 1977, 62-63, 65).
Formalmente, el carlismo nació en 1833 a la muerte de Fernando VII cuando se disputó el trono entre Carlos María Isidro (Carlos V) e Isabel II, la hija de Fernando VII, de tres años de edad. En torno a Carlos María Isidro se agrupan los partidarios de una monarquía tradicional y una forma tradicional de concebir las Españas que se resistía a morir en ese momento. Por su parte, alrededor de Isabel y su madre, la regente María Cristina, se agrupan los liberales porque suponen con buen criterio que podían manejarla a su gusto. Como los liberales, contando con el Ejército español y los aparatos del Estado, acabaron ganando las sucesivas guerras, y como la historia la escriben los vencedores, el carlismo o ha sido marginado, o quieren presentarlo como una siniestra reacción de oligarcas, aristócratas y clérigos agarrados a sus privilegios y partidarios del absolutismo que se las arreglaron para manipular el sentimiento religioso de los campesinos y oponerse a cualquier tipo de reforma política y libertades más básicas. Pero lo cierto es que lo que defendían los partidarios de Carlos V era la tradición, recogiendo los mismos principios por los que los pueblos de las Españas se habían levantado contra los franceses en 1808, fundamentalmente en forma de guerrilla que era el máximo exponente del carácter popular de la guerra (Aróstegui, 1982, 29). Así pues, serán los campesinos y pequeños propietarios sus principales partidarios y por eso, por ser un movimiento popular, pudo organizar y mantener tres guerras civiles a lo largo del siglo XIX en contra del Estado centralista y de un ejército regular bien provisto. Efectivamente, el carácter popular en sentido amplio de la palabra, nos lo recuerda también, como ejemplo, el distinto trato que se tiene en Santiago de Compostela cuando entre la expedición del general carlista Gómez, o el del liberal Espartero; según Luis Evans, un teniente de cazadores del ejercito liberal, si el ejercido carlista es recibido por «un pueblo numeroso que les vitoreaba», cuando entra el de Espartero, «la Ciudad parecía inhabitable, escasas eran las personas que se veían asomar a los balcones y ventanas, y no hubo ni un solo grito de aquellos que inflaman el corazón del guerrero, y le indican que está entre su pueblo». (Barreiro, 1976, 111). Otro ejemplo narrado por un autor romántico de inspiración liberal, el castellonense Arcadio Llistar, dice: «Efectivamente, la guerra civil carlista, vino á ser imponente en los reinos de Aragón y Valencia: los mejores genérales de Isabel se estrellaban contra aquella tenaz y poderosa resistencia del enemigo, que esgrimía las armas con la ventaja de serle adicto al país. Los generales que maniobraron en esta campaña, podrían decirnos si no es verdad que encontraban en muchas partes una resistencia sorda, pero poderosa, una fuerza secreta que desvirtuaba todos sus triunfos, que agravaba hasta el extremo todas sus derrotas; al paso que daba nueva vida á las nacientes bandas de carlistas, siempre dispersadas y nunca exterminadas. […] Un voluntario carlista con su fusil á las espaldas, recorría sin peligro una gran extensión de terreno, llegaba sin recelo hasta tocar los muros de las plazas fortificadas; cuando las tropas de la Reina, por el contrario, para hacer una marcha de algunas leguas con seguridad, necesitaban reunirse en número considerable, y según el terreno y las circunstancias, era necesario un ejército entero». (Listar, 1887, 108).
Por otra parte, y contrariamente a la terminología habitualmente utilizada, los carlistas no defendían el absolutismo puesto que la defensa de los fueros territoriales estaba reñida con el concepto de monarquía absoluta. Fue Vázquez de Mella quien supo marcar la distinción entre absolutismo y tradicionalismo porque, tal y como explica José Luis Orella, «la historiografía liberal siempre había identificado carlismo con el absolutismo de derecho divino», sin embargo, «los argumentos que apoyan las monarquías nacionales de derecho divino se sustentan en ideas de origen gibelino, que pasaron al protestantismo y se vieron formuladas en el reinado de Jacobo I de Inglaterra. El legitimismo español, al ser oriundo de otra forma de pensar y defender un sistema de gobierno distinto, se contrapuso en su doctrina a la monarquía de origen divino» (Orella, 2015, 163). Y en la misma línea, David Algarra, en El Comú català. La historia dels que no surten a la història, nos recuerda que «el absolutismo fue una filosofía política que propugnaba que la monarquía debía tener un poder absoluto. En las Españas la monarquía absoluta no era tal porque el poder estaba fragmentado y descentralizado en varios señoríos y jurisdicciones donde el rey no tenía el poder absoluto» (Algarra, 2015, 188). Por su parte, Tomás A. Mantecón nos recuerda que Diego Saavedra Fajardo, diplomático de Felipe IV le recomendaba que «fuera muy consciente de la naturaleza de su autoridad, puesto que esa era la más eficaz herramienta para garantizar su persistencia. Eso pasaba por reconocer los fueros, privilegios y libertades de los súbditos» (Mantecón, 2021, 53).
Josep Miralles Climent
Josep Miralles Climent. Licenciado en Geografia e Historia por la UNED. Doctor en Historia (UJI). Autor de numerosos artículos y libros de historia del carlismo, entre los que podríamos destacar:
Los heterodoxos de la Causa, Huerga y Fierro editores, Madrid 2001, 160 pp.
El carlismo frente al Estado español: rebelión, cultura y lucha política, BPC, Madrid 2004.
Estudiantes y obreros carlistas durante la dictadura franquista. La A.E.T., el M.O.T. y la F.O.S., Ediciones Arcos, Madrid 2007.
Carlismo y represión franquista. Tres estudios sobre la guerra civil y la posguerra, Arcos, Madrid 2009.
El carlismo militante (1965-1980). Del tradicionalisme al socialismo autogestionario. Tesis doctoral, UJI, 2015.
Montejurra 1976-2016. 40 años después. Ediciones Arcos, Madrid, 2016.
La rebeldía carlista. Memoria de una represión silenciada. Enfrentamientos, marginación y persecución durante la primera mitad del régimen franquista (1936-1975), Schedas, Madrid, 2018.