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Ahora o nunca


(Tiempo de lectura: 4 - 8 minutos)

¿Vamos a consentir que la Muerte se jacte de aniquilar el anhelo de la Humanidad por sobrevivir? ¿Estamos dispuestos a consentirlo? ¿Aceptamos la derrota y renunciamos a luchar? No. Frente a ello, hemos de ponernos manos a la obra. Cuanto antes, como desde hace años nos anuncian las personas más juiciosas.

La Muerte adopta hoy dos caretas: la una, inmediata; la otra, de largo alcance. Pandemia se llama la primera; crisis climática medioambiental llamamos a la segunda. Su combinación es letal, devastadora. La una asesina al momento, casi instantáneamente. La otra, trunca la posibilidad de pervivir en el largo plazo a quien haya logrado resistir el primer embate. Bajo ambas máscaras se esconde el rostro deforme de la aniquilación. Surge entonces la pregunta clave, ¿qué es más fuerte, la Muerte o la Vida?

Veinte años atrás tuve la ocasión de formular esta pregunta al Premio Nobel de Biología, Severo Ochoa. En principio, me respondió: “desde la vida, cabe comprender la muerte; pero desde la muerte es imposible ya entender nada”. Y luego, con una sonrisa paternal, me explicó: “amigo periodista, no tenga Usted miedo. El individuo, perece, pero la estirpe humana es inmortal”. Ojalá tenga aún razón aquel hombre sabio.

Hoy, la envergadura de ambos desafíos, el de la pandemia y el la crisis climática, llena de zozobra y del temor más inquietante las mentes y los espíritus más sensatos. Un patógeno microscópico envuelto en una proteína, del que no se puede afirmar, porque no se sabe, si es orgánico o inorgánico, ha causado ya millones de muertos. Y prosigue su carrera devastadora, mutando y mutando.

Por su parte, nuestro mejor tesoro, la Biosfera, ese exiguo rincón del Universo donde la vida humana se hace posible, viene experimentando una serie descontrolada de pérdidas, la mayor parte de ellas inducida por la estúpida y cruel imbecilidad de unos pocos, los mismos que llevan siglos haciendo negocio con las vidas de todos, sometiéndonos a condiciones de vida degradadas mediante poderes injustos, enfrentamientos y guerras arbitrarias a su capricho. Y lo hacen a costa de agredir a la Naturaleza, extenuándola, expoliándola y tratando de romper de mil formas su capacidad para realizar el prodigio de regenerar la vida animal y vegetal.

Para lograr tan aniquilante meta han intentado bloquear las posibilidades políticas, de poder, que tenía la sociedad en su conjunto para defender el patrimonio natural de todos y dar respuestas colectivas a los retos planteados. Bajo la falsa tapadera de crear riqueza, la clave primordial de la supuesta forma de organizar la Economía que preconizan ha sido, siempre, la apropiación privada de los bienes colectivamente generados. Elevado a la categoría de sistema, en su actual configuración financiera, ha acabado por mostrar a las claras su incapacidad para dar respuesta a los dos letales desafíos descritos antes. Ese sistema solo sabe generar crisis, desigualdad y miseria. Su sistema es, propiamente, la crisis.

Tras la derrota del nazismo, con el cual mantuvo magníficas relaciones mediante consorcios industriales y bancarios, se escudaría en la democracia llamada liberal para cubrir las apariencias. Pero, pese a haberse escudado en ella, aquel sistema se ha propuesto, ya sin máscaras, darle la puntilla a la democracia, principal obstáculo capaz de detener su desaforada ambición y de proteger a la sociedad de la errática marcha impuesta por ellos hacia el abismo. Su misión ha consistido en ir erosionando los fundamentos democráticos del Estado, invocando una libertad económica que, en detrimento de las libertades políticas, solo les favorece a ellos. El Estado mínimo que preconizaron fue el que lo convertía en el conseguidor de contratos públicos, exenciones fiscales, ropajes jurídicos diversos y leyes a su medida, Y, si comenzara ese Estado a no plegarse a servir a sus intereses, se trataba de liquidarlo, meta que ya hoy no es posible, puesto que la conciencia ciudadana comienza a gritar basta a sus exacciones.

Una de las lecciones primordiales aprendidas hoy consiste en la convicción de que los problemas colectivos, de la envergadura de los que ahora comparecen en la escena, solo se pueden solucionar colectivamente. El “sálvese quien pueda” es ahora la garantía exacta del suicidio de todos. Por ello, aflora como una apremiante necesidad la idea de reevaluar los instrumentos políticos, de poder, que puedan estar al alcance de la mano de la sociedad. El más importante de los instrumentos políticos ha sido y es el Estado. Ocupa un nivel superior al Gobierno y acostumbra perfilarse en una relación de fuerzas entre sectores de poderes. El primigenio ideal de servicio a la sociedad en su conjunto teorizado por sus mentores consistía en que el Estado hallaba su razón de ser en armonizar intereses públicos, prevalentes, con intereses privados, minoritarios, pero también legítimos, así como favorecer la cohesión social limando las diferencias existentes de clase, riqueza y poder. Arbitrando conflictos y garantizando el cumplimento de las leyes. En sus manos se depositaba el monopolio de la coerción y la violencia.

Durante seis siglos, sin embargo, el Estado ha sido abducido por distintas formas de capitalismo. Salvo excepciones en las que se atuvo a reconocer que la riqueza procede del trabajo humano, no del dinero, y admitió generar empleo y garantizar ciertas condiciones de vida dadas las necesidades de su modelo industrial en pos de asegurarse la tasa de ganancia, su deriva principal se propuso alterar arteramente el ideal armonizador estatal. Pugnó por distintos medios para convertir al Estado en mero garante de la ampliación de los beneficios privados para apuntalar los negocios ilícitos de unos pocos, negocios basados en la mera especulación y en la sacralización del capital, en detrimento de la inmensa mayoría de quienes, con su trabajo, generan el valor y la riqueza. Además, trataba de convertir al Estado en su brazo secular para asegurarse el orden (¿) que le permitía mantener todo su infame montaje.

¿Cabe darle hoy al Estado un sentido nuevo? Si, si cabe. ¿Se puede? Claro que se puede. ¿Cómo hacerlo? Reevaluándolo en una clave social y democrática. Impidiendo que siga ejerciendo el papelón servil que le ha impuesto el capitalismo financiero y demostrando que solo la transformación del Estado en clave democrática, con Gobiernos democráticos y al servicio de las mayorías sociales puede convertirlo en un potente dique de poder colectivo para encarar crisis a vida o muerte como las que ahora todos y todas afrontamos.

El cambio hacia un Estado reevaluado no es ninguna quimera. Es una necesidad crucial si queremos sobrevivir. El viejo sistema privatista e individualista ya ha demostrado que no sirve, ni sabe, ni puede garantizarnos nada, su incompetencia en la hora presente es un clamor.

La reevaluación del Estado no es un capricho, obedece a profundas transformaciones en la base de la vida social, en la forma de procurarnos la reproducción de nuestras condiciones de existencia. El despliegue de la tecnología, inicialmente concebido en clave de utilidad colectiva, ha devenido en una nueva y refinada palanca para la explotación, la precarización y la desigualdad, inducida por su apropiación por parte de ese sistema financiero voraz, irresponsable y suicida. Se opone con uñas y dientes a la distribución social de la riqueza generada colectivamente y se aferra a la apropiación privada de los frutos del trabajo de todos. Nada nuevo bajo el sol.

¿Qué implica tal reevaluación estatal? Fundamentalmente, democratizar las decisiones y prácticas estatales; desproveer al Estado de su conexión con el arbitrario e irresponsable capitalismo financiero y, una vez rehumanizado, poner todos los medios estatales al servicio de tod@s; es preciso erradicar el secreto de sus prácticas, secreto de Estado convertido durante siglos en coartada para tantas exacciones, arbitrariedades y crímenes, así como en potente motor de desmemoria y desconcierto. Hay que instar al Estado a admitir que su razón de ser, la única razón de Estado admisible, es la salvaguarda democrática de la prosperidad y seguridad de la sociedad mediante el control colectivo y democrático, electoral, parlamentario y judicial de su propio quehacer. Urge fortalecer sus funciones de garante de los intereses mayoritarios, con respeto a los intereses de las minorías. Es apremiante inyectar a las prácticas estatales el axioma de la igualdad de base que ampara a todo ser humano, para permitir luego que cada cual busque en el discurrir de la vida social la distinción que, como ser humano único, le corresponde a cada un@.

Pero todas estas transformaciones exigen un cambio profundo en las conductas colectivas y particulares. ¿Por dónde empezar? Por revisar nuestras propias convicciones, sobre todo aquellas que inercialmente nos paralizan. Igualdad que no es ni puede ser sinónimo de uniformidad.

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.

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