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El pensamiento mágico del eterno crecimiento


(Tiempo de lectura: 4 - 7 minutos)

Las actividades ligadas a la economía extractiva, las que contemplan a la naturaleza como una fábrica de materias primas, existen desde los inicios de la civilización. Sus fundamentos siguen siendo los mismos, aunque los métodos utilizados hayan ido evolucionando para aumentar la productividad.

El pensamiento mágico de la sustitución o de cómo el crecimiento podría volverse eterno

Como el doctor Pangloss, uno de los personajes del Cándido de Voltaire, que creía vivir en el mejor de los mundos posibles, los partidarios más irreductibles de la economía extractiva son el prototipo del cornucopianismo, la corriente de pensamiento omnipresente a derecha e izquierda del espectro político, cuya etimología deriva del mito del cuerno de la abundancia (cornucopia en latín).

Los cornucopianos consideran a la tecnología como la solución definitiva a los problemas medioambientales. Su filosofía se resume en que el agotamiento de todos los recursos naturales se puede frenar mediante la movilización de un recurso último e inagotable: el ingenio humano.

Al economista estadounidense Kenneth Boulding se le atribuye esta famosa cita:

«Para creer que es posible un crecimiento material infinito en un planeta finito, hay que ser un loco o un economista».

Tenía razón: el crecimiento ilimitado es una escuela de pensamiento que prospera entre los economistas, porque en el fondo, su génesis debe mucho a los teóricos de la economía moderna. Cuando, en 1798, Thomas Malthus planteó la idea de que los recursos naturales eran un factor limitante para la expansión demográfica, sus colegas economistas tiraron a degüello. Para ellos, no son los recursos los que limitan, sino nuestra capacidad para explotarlos.

Por ejemplo, después de plantearse una pregunta retórica: «¿Qué es imposible para la ciencia?», Friedrich Engels escribió:

«La productividad del suelo puede incrementarse indefinidamente mediante la movilización de capital, trabajo y ciencia».

Esta forma de pensar, muy extendida en ciertos filósofos de la Ilustración como René Descartes o Francis Bacon, fue desarrollada y sublimada por los economistas a lo largo de los siglos XIX y XX. Rápidamente se convencieron de que los dos principales factores de producción, a saber, el capital y el trabajo, eran reemplazables.

Gracias al progreso técnico, por ejemplo, sería posible sustituir el trabajo humano por capital técnico, es decir, por máquinas. En la mente de los economistas, que gradualmente han reducido la naturaleza a una subcategoría del capital, el mismo razonamiento puede aplicarse al capital natural: basta con reemplazarlo por capital artificial.

 

Ilustración de la Revolución Industrial Inglesa realizada por Samuel Griffiths en 1873. Este período se considera tanto como el de la expansión de las ideas cornucopianas, como también, para algunos, como el comienzo del Antropoceno.

Dado que permite, sobre el papel, hacer eterno el crecimiento, esta idea parece sumamente atractiva para los economistas. Después de todo, si parte del capital artificial reemplaza el capital natural degradado, entonces el stock de capital “total” puede aumentar indefinidamente. ¡Son puras matemáticas, amigo!

Pero la vida real es muy diferente.

Los científicos piden que dejemos de pensar en la naturaleza una fuente inagotable de materias primas

El cortoplacismo y la necesidad de querer crecer económicamente sin parar y sin tener en cuenta ni los costes ambientales ni los daños colaterales son la raíz de la actual crisis climática y de biodiversidad. En otras palabras: la infravaloración de la naturaleza es la base de la crisis ambiental a la que nos enfrentamos.

Un estudio publicado este mes en Nature reclama poner en valor la naturaleza y apuesta por redefinir los conceptos de «desarrollo» y «bienestar» para afrontar la crisis climática y la pérdida de biodiversidad. Los científicos le ponen nombre al problema: “crisis de valores”, la priorización de los criterios económicos sobre otro tipo de valores que podemos otorgarle a la naturaleza y el medio ambiente, como pudieran ser el valor social y el cultural.

Aunque muchas personas valoran la naturaleza más allá del aspecto monetario, quienes toman las decisiones políticas y económicas no lo hacen, denuncian los autores del artículo, quienes consideran que el primer paso para afrontar las crisis ambientales implica romper ese pensamiento que imponen las estructuras de poder que buscan mantener unas ideas de desarrollo aferradas al modelo económico capitalista o neoliberal. Este tipo de actores buscan el crecimiento perpetuo sin tener en cuenta las posibles consecuencias en el clima y la biodiversidad.

La idea de la crisis de valores no es nueva. Este concepto y el artículo recién publicado derivan de un informe de la Plataforma Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (IPBES) de julio de 2022. El informe fue aprobado por los 139 Estados miembros del IPBES. Ahora, tras analizar más de 50.000 publicaciones científicas y documentos, esta nueva investigación viene a actualizar y confirmar los hallazgos de entonces.

En la actualidad, los valores de la naturaleza basados en el mercado, como por ejemplo los asociados con los alimentos producidos de forma intensiva, «tienden a prevalecer sobre los valores que no están basados en el mercado», en menoscabo, cuando no en olvido, de valores asociados a otras muchas contribuciones de la naturaleza a las personas, como la adaptación al cambio climático o apoyar las identidades culturales, que «son igual de esenciales para conseguir sociedades justas y sostenibles».

El artículo apunta también a que con frecuencia las políticas de conservación de la biodiversidad (como la expansión de las redes de áreas protegidas) obvian o marginan «los valores de las comunidades locales y de los pueblos indígenas, quienes, en muchos casos, han asegurado la protección de la biodiversidad de sus territorios».

Cuatro vías para el cambio

Para intentar desprenderse de esta lógica dañina para la naturaleza, los autores hablan de la necesidad de impulsar un cambio transformador hacia un futuro más justo y sostenible. Para ello, insisten, es fundamental despegarse de la predominancia de los beneficios a corto plazo y del crecimiento económico a toda costa.

Para lograr tamaña utopía, el estudio identifica cuatro palancas de cambio. La primera es reconocer la diversidad de valores respecto a la naturaleza. La segunda es incorporar esos valores diversos en la toma decisiones en todos los sectores. La tercera es reformar las políticas y marcos institucionales.

La cuarta y última palanca para el cambio, la más importante y difícil, según recoge el artículo, consiste en «cambiar las normas sociales para respaldar los valores ligados a la sostenibilidad, redefiniendo conceptos tan manidos como progreso, desarrollo y bienestar.

Bajo esta premisa, el estudio recoge varias vías de futuro como la economía verde, el decrecimiento, la administración de la Tierra y la protección de la naturaleza. Además, el grupo de científicos pide realizar una mejor evaluación de los puntos de vista y valores de los pueblos indígenas y las comunidades locales, así como integrarlos en la formulación de políticas que promuevan decisiones más justas.

El razonamiento cornucopiano se enfrenta hoy a una consecuencia paradójica de su propio éxito. Al intensificar la producción de recursos naturales, la civilización industrial generó flujos de materia y energía que muchas veces resultaron ser mucho mayores de lo que los ecosistemas podían asimilar.

El calentamiento global, el colapso de la biodiversidad, la acidificación de los océanos, la omnipresencia de contaminantes tóxicos en nuestro entorno, la interrupción de los ciclos biogeoquímicos son todas consecuencias directas de la intensificación de la explotación de la naturaleza.

 

Catedrático de Universidad de Biología Vegetal de la Universidad de Alcalá. Licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Granada y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad Complutense de Madrid.

En la Universidad de Alcalá ha sido Secretario General, Secretario del Consejo Social, Vicerrector de Investigación y Director del Departamento de Biología Vegetal.

Actualmente es Director del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Fue alcalde de Alcalá de Henares (1999-2003).

En el PSOE federal es actualmente miembro del Consejo Asesor para la Transición Ecológica de la Economía y responsable del Grupo de Biodiversidad.

En relación con la energía, sus libros más conocidos son El fracking ¡vaya timo! y Fracking, el espectro que sobrevuela Europa. En relación con las ciudades, Tratado de Ecología Urbana.