Asalariados ante las urnas
- Escrito por Rafael Fraguas
- Publicado en Opinión
La clase obrera sigue dando miedo. Los poderes de casi siempre la observan con recelo. Saben que, pese a que hoy se muestre aparentemente inoperante, hubo un tiempo en el que los trabajadores, convenientemente organizados, guiaron la historia hacia un mundo mejor, mucho peor para los poderosos. Aquellas luchas por la conquista de derechos e igualdad para hombres y mujeres, de combates por salarios dignos, sanidad, educación y libertad para todos, de salvaguardas para la infancia, de protección del medio ambiente, eran y son vistas con inquietud. Desde el mismo origen histórico de aquella gesta de emancipación, ellos, los poderosos de siempre, el mundo del dinero, se encargaron de denigrar aquel colosal esfuerzo que, con la clase obrera como coprotagonista, se remontaba a las luchas de los niveladores ingleses, la revolución americana, la Revolución Francesa, la Comuna de París, la revolución soviética de 1917, el antifascismo, la lucha anticolonial… Y puertas adentro de nuestro país, a las luchas de los payeses de remensa, el levantamiento comunero, el motín contra Esquilache y su mentor Carlos III de Borbón, el alzamiento popular y guerrillero contra el ejército de Bonaparte, la Revolución Gloriosa, las dos Repúblicas, la Revolución de Asturias, el sindicalismo clandestino y antidictatorial bajo el franquismo, la conquista coral de las libertades democráticas…
Aquella estela ascendente de conquistas y logros favorables a los trabajadores trata de ser borrada de su memoria. Y, en ocasiones, los mentores del borrado lo consiguen. Hoy, la clase obrera en España digamos que permanece semi-anestesiada y confusa, señaladamente por el impacto traumático de tanta propaganda adversa contra sus propios intereses. De vez en cuando, alza la voz y su voz se le escucha. Surge un avance social puntual pero, al poco, deja de valorarlo, se repliega y calla, porque los aparatos mediáticos inventan una distracción nueva que desdibuje lo logrado. El aluvión de asechanzas que se vierten contra la organización de los trabajadores es de tanta envergadura como para proponerse, sin conseguirlo del todo, paralizar a pueblos y comunidades enteras.
Observemos la composición del capital que está detrás del 89% de los medios de opinión, esos que han logrado convertir la información objetiva en una quimera, para conseguir que todo siga versado hacia la perpetuación de los privilegios de la clase dominante, que en raras ocasiones, como ahora, no tiene propiamente el Gobierno en su mano, pero sí que cuenta con enormes resortes para intentar domesticarlo y ponerlo a su servicio: desde el linchamiento ad hominem de los y las dirigentes de la izquierda, hasta la crispación permanente y desestabilizadora. Hay elementos que coadyuvan desde fuera a esta impostura; miremos, por ejemplo, el cine que nos viene de Hollywood: no hay en él cabida para el cambio social posible; todo se resuelve policial o militarmente, pistola en mano; cualquier intento de cambiar las cosas se salda allí y en las pantallas a tiro limpio…Miremos a Europa, enfeudada en manos de poderes trasatlánticos que despliegan gigantescos esfuerzos por mantener un mundo desigual, induciendo guerras, expolios y miseria por doquier… La Europa social por la que tanto se luchó permanece casi sepultada y silenciada por una apatía reciclada en clave belicista y xenófoba que recuerda al preludio de las fases más siniestras de la historia del continente.
¿Cómo es posible?
La denominada crisis de la clase obrera cobra dolorosa expresión cuando se ve convocada a las urnas. Partiendo del respeto estricto y sagrado a la libertad de voto, ¿cómo es posible que un trabajador manual, una empleada, un oficinista, una mujer de la limpieza, un profesional, asalariados todos ellos y ellas, incluso algún parado, voten a favor de partidos que se han opuesto frontalmente a la subida del salario mínimo; que rechazan de plano una ley para regular la vivienda y los alquileres; que se alzan contra la mejora de las condiciones laborales, antes leoninas, que menguaban, por ejemplo, el salario del trabajador que caía enfermo? ¿Cómo, en qué cabeza sensata cabe entender el sentido de ese voto de un trabajador o trabajadora hacia quienes le oprimen? O bien, ¿cómo explicar el voto obrero hacia partidos que se apropian de la bandera de todos y que, en su ideario, incluyen recurrir a soluciones militares o judiciales para solventar problemas políticos; que abominan de la España plural; que pisotean la aconfesionalidad constitucional del Estado; que quieren separar a niños y niñas en las escuelas; que niegan la violencia machista; que hacen apología del ultraliberalismo más tóxico; que hostigan a los Gobiernos y partidos democráticamente elegidos…?
Será preciso mirar a la izquierda de frente y ver dónde ha fallado, dónde comenzó a equivocarse tanto como para asistir a un proceso tan degradante como el que implica que una parte considerable de la clase trabajadora le abandone. Cierto fue que el grueso de la clase trabajadora fue antifranquista, pero no comprometidamente anticapitalista. El socialismo y el comunismo eran reos de represión y muerte bajo yugo del dictador. Empero, la clave de los fracasos está en esas situaciones en las que la izquierda se comporta como si fuera de derechas. Esto es, olvidando la defensa de los intereses mayoritarios, los que garantizan la democracia política y económica. En tales casos, la gente de a pie suele desdeñar segundas marcas y prefiere las primigenias.
Teorías/contrateorías
La izquierda ha basado el empuje de sus políticas en disponer de una teoría consistente para guiarlas. Esa teoría partía de una serie de principios distintivos, que señalaban las contradicciones entre el carácter colectivo de la creación de riqueza, mediante el esfuerzo de los trabajadores, de un lado; y del otro, la apropiación privada por el capital de los frutos de ese esfuerzo social. Otra idea-fuerza del ideario de izquierda lo era la convicción de que la sociedad está dividida en estratos enfrentados en función del poder, los recursos, los ingresos de los que cada segmento, cada clase social, dispone; y que los trabajadores y los expulsados del circuito laboral, se hallaban en el estrato más bajo, los más desprovisto de poder y de recursos; por todo lo cual, las relaciones entre las distintas clases cursaron en clave conflictiva: intereses sociales mayoritarios contra intereses privados, minoritarios, los de quienes se apropian de la riqueza colectiva. Y un tercer componente básico de la izquierda ha sido la idea de que la clase de los poderosos es capaz de imponer su ideología, su visión del mundo, incluso sus gustos y estilos de vida, a las clases subalternas.
Esa teoría cristalizaba en una práctica política de la izquierda tendente a dotar de una conciencia propia de los trabajadores para conseguir, mediante la lucha política y sindical, la igualdad en el reparto de la riqueza entre el trabajo y el capital; si el capital se avenía a compartir la riqueza socialmente generada, su relación se mostraba colaborativa, como fue el caso del Estado de Bienestar tras la Segunda Guerra Mundial; o por el contrario si, como suele suceder, la clase dominadora se negaba a nivelar el reparto de la riqueza y del poder generados por el trabajo de todos, el conflicto se tornaba inevitable. En esta dinámica, se consumaron muchos avances. Hubo también retrocesos. Nada que objetar a la reinversión, necesaria, de los beneficios del trabajo, medida absolutamente apremiante para mantener y expandir el empleo. Pero ojo con confundirse y pensar que todo beneficio del capital va destinado a crear empleo, porque eso no es cierto. El capital no reinvertido es también poder, pero directo.
Nuevas teorías, fallidas, tomaron luego posesión del pensamiento de la izquierda y comenzaron a propalar la idea de que la conquista del poder político por los sectores mayoritarios de la sociedad, trabajadores y clases medias asalariadas, debía dejarse a un lado y enfrentarse, uno por uno, a los denominados micropoderes, irradiados desde el macropoder político en cada rincón de cada hogar, en cada esquina de la ciudad. La empresa así concebida era ciclópea. Alargaba décadas las eventuales conquistas, desmotivaba por su complejidad y no garantizaba un bastidor solvente para conjuntar las luchas así dispersas. La política se desplazó al ámbito de la cultural, la de los denominados relatos; los sentimientos desplazaron a la racionalidad, algunos de cuyos pasados excesos pudieron haber sido corregidos; y en ese tránsito, en el que desapareció la lucha contra la principal causa de las adversidades sociales, la desigualdad, muchos trabajadores se perdieron. Comoquiera que la participación colectiva fue y se ve intencionadamente arrinconada en fábricas, empresas, instituciones y servicios, así como en la ciudad y en el campo, los mecanismos de control democrático sobre el capital cedieron y muchos trabajadores, sin posibilidad de influir en los acontecimientos, cegada como estaba su participación, o bien se dejaron atrapar por la ideología dominante y acudieron a votar a los candidatos de sus enemigos, o bien se refugiaron en sus casas, en el individualismo y en la abstención.
Mas, si hay conciencia de crisis, hay posibilidades para su superación. La toma del poder por los trabajadores consiste hoy no en asaltar palacio de Invierno alguno, sino más bien en ensanchar la democracia de la esfera de la política a la esfera de la economía. Esa es la meta hoy. La democracia ha dejado de interesar al capitalismo financiero, el que especula sin crear empleo, el que arruina a sus propios congéneres y el que cada cierto tiempo, en plazos cada vez más cortos, necesita de guerras y crisis para recuperar la tasa de ganancia privada que la democratización, en su despliegue, necesariamente reduce. El capitalismo es en sí mismo la crisis. Aquí y por doquier.
Para salir de la apatía
¿Cómo hacer salir de su apatía a buena parte de la clase asalariada?: recobrando su protagonismo social mediante la participación política, sindical y cívica; dedicando una cuota de tiempo y un espacio – propios de cada uno y una– para debatir con otros qué se necesita, cómo controlar al poder, demandando, exigiendo, negociando y proponiendo mejoras en las condiciones de existencia de la mayoría; promoviendo la igualdad entre hombres y mujeres; defendiendo a las minorías, a los parados, a la infancia, a los enfermos, a los mayores con sus pensiones y a los migrantes; creando las condiciones para que la igualdad básica permita demostrar que cada ser humano es único en su creatividad y en su libertad; valorando la contribución del mundo rural a la vida y viabilidad de las ciudades; planificando los recursos…Todo ello se consigue con la organización –la joya de la autodefensa obrera y del progreso– y con la participación política, el arte social de saber decidir y lograr la mejora de las condiciones de existencia de la sociedad en su conjunto. Y si alguien teme a la clase obrera, peor para él. No se trata de quimeras, se trata de oportunidades al alcance de nuestras manos. La más grande ocasión para acercarse a conseguirlas está, a partir de ahora mismo, en las urnas. ¿Vamos a dejar que la oportunidad pase de largo?
Rafael Fraguas
Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.