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Ha cambiado el opio para el pueblo


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En sus Pensées, Blaise Pascal (1623-1662) parte de una constatación: la desgracia del hombre proviene de su incapacidad para permanecer solo y en reposo.

Pero si el encierro es el remedio para todas nuestras desgracias, ¿cómo explicar que la gente no sepa descansar? ¿Qué explica la angustia extrema de tener que quedarse en casa? Para el filósofo francés, la respuesta está en el miedo que nos habita a todos y que no es otro que la conciencia de nuestra finitud. Somos seres frágiles, todos moriremos un día u otro, y esto nos empuja a una paradoja en la que huimos constantemente de la única situación que nos haría sentir seguros, a saber, la soledad, en nuestra habitación. El descanso, que nos aleja del peligro, es sólo un primer paso hacia el descanso eterno que inevitablemente vendrá, y que nos aterroriza.

Esta es una situación paradójica que permite al filósofo francés trazar un análisis filosófico de la idea de entretenimiento. Para Pascal, el entretenimiento es la suma de todos nuestros intentos de escapar a la angustia de la muerte. La emoción de los juegos, los deportes e incluso las guerras son evasiones de un miedo mucho más profundo y visceral: el de desaparecer y, un día, dejar de ser. Entretenerse es, por tanto, apartarse de las causas primarias, de los temas fundamentales y metafísicos que deberían impulsar nuestra existencia, como reflexionar sobre el sentido de nuestra existencia y nuestras acciones. Pero no es una elección, y ésta es una de las lecciones del pensamiento de Pascal: simplemente hacemos lo mejor que podemos con la angustia que nos habita, por lo que entretenernos es una necesidad. Lo importante aquí no es criticar, sino simplemente comprender mejor por qué el remedio del confinamiento no es un remedio en absoluto.

“Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman la revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. * Opio... Opio... Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe.” (San Manuel Bueno Mártir, pág. 151) Hasta no hace muchos años y acuñando el término unamuniano de “darle opio al pueblo” la base de la crítica irreligiosa es que el hombre hace la religión, no la religión hace al hombre. Es cierto que la religión es la autoconciencia y el sentimiento de sí mismo de un hombre que aún no se ha encontrado a sí mismo, o que ya se ha perdido. Pero a ella se acudía para buscar el sentido de la vida.

El hombre es el mundo del hombre, el Estado, la sociedad. Este estado y esta sociedad producen la religión, la conciencia invertida del mundo, porque ellos mismos son un mundo invertido. La religión es la teoría general de este mundo, su suma enciclopédica, su lógica en forma popular, su punto de honor espiritualista, su entusiasmo, su sanción moral, su complemento solemne, su consuelo y justificación universales. Es la realización fantástica del ser humano, porque el ser humano no tiene realidad verdadera. Luchar contra la religión es, por tanto, luchar indirectamente contra ese mundo, del que la religión es el aroma espiritual.

La angustia de vivir y saber que hay que morir en su momento era una angustia religiosa que es, por una parte, una expresión de angustia real y, por otra, una protesta contra la angustia real. La religión es el suspiro de la criatura oprimida, el alma de un mundo sin corazón, ya que es el espíritu de las condiciones sociales de las que el espíritu está excluido. Es el opio del pueblo. La abolición de la religión como felicidad ilusoria del pueblo es la exigencia de su felicidad real. Exigirles que renuncien a hacerse ilusiones sobre su situación es exigirles que renuncien a una situación que necesita ilusiones. La crítica de la religión es, pues, en primer lugar, la crítica de este valle de lágrimas del que la religión es el halo. La ilusión de estos días es cómo vive Piqué, Ibai o los deleznables vericuetos de la momificada Preysler. Una vergüenza nacional, son duda, pero ahí están esas historias, con sus múltiples seguidores que no saben cómo llevar su propia vida.

Entonces, ¿Con qué nos quedamos hoy? La religión ya no sirve pero el miedo a enfrentarse a uno mismo, sigue estando. En Del sentimiento trágico de la vida, (1913) Unamuno escribió:

Lo malo del dolor se cura con más dolor, con más alto dolor. No hay que darse opio, sino poner vinagre y sal en la herida del alma, porque cuando te duermas y no sientas ya el dolor, es que no eres. Y hay que ser. No cerréis, pues, los ojos a la esfinge acongojadora, sino miradla cara a cara, y dejad que os coja y os masque en su boca de cien mil dientes venenosos y os trague. Veréis qué dulzura cuando os haya tragado, qué dolor más sabroso. (Pág. 283)

Y a esto se va prácticamente por la moral de la imposición mutua. Los hombres deben tratar de imponerse los unos a los otros, de darse mutuamente sus espíritus, de sellarse mutuamente las almas. La religión ya no sirve para sustituir o entretener el miedo, el opio se ha transformado y aniquila lo poco que le queda al hombre: el pensamiento. Ahora nos entrenemos con la vida de otros, con la mentira, la estupidez y lo peor del ser humano. La religión daba pensamiento, la murmuración, no, solo destrucción.

Doctora en filosofía y letras, Máster en Profesorado secundaria, Máster ELE, Doctorando en Ciencias de la Religión, Grado en Psicología, Máster en Neurociencia. Es autora de numerosos artículos para diferentes medios con más de cincuenta publicaciones sobre Galdós y trece poemarios. Es profesora en varias universidades y participa en cursos, debates y conferencias.