Minutos después de ganar la Copa del Mundo de fútbol con Argentina, Leo Messi subió al escenario montado para recibir el trofeo, como capitán de la selección albiceleste, de manos del Emir de Qatar, Al Thani. El soberano qatari se le acercó en actitud de camaradería y complicidad, le pasó el brazo por el hombro y le musitó unas palabras. Luego hizo una indicación a uno de sus asistentes, que acto seguido colocó al astro argentino una túnica sobre su camiseta. Ataviado de esta guisa, Messi tomó la estatuilla que ha perseguido desde que era un niño y se fue a cumplir con el rito de levantarla al cielo junto a sus compañeros. La foto que será testimonio imperecedero de la hazaña deportiva nos deja a un Messi extravagantemente dispuesto para la posteridad, casi disfrazado, alienado en una vestimenta que, por lo demás, ocultaba parcialmente la prenda que encarna por excelencia la pertenencia, el compromiso, la identidad del futbolista: su camiseta. Messi protagonizó el momento climático de la noche velado por un capricho de su nuevo dueño, el jeque que lo fichó para el Paris St. Germain, club que adquirió sobre un fondo de sospechas, en una operación aun subjudice, que facilitó la concesión a Qatar de esta magna cita deportiva.