Salvador Allende in memoriam, a 50 años de su muerte
- Escrito por Mario Alejandro Scholz
- Publicado en Opinión
Hace 50 años, el 11 de septiembre de 1973, fallecía el presidente de Chile Salvador Allende, dramáticamente asesinado en su despacho, donde se dispuso a resistir hasta el último aliento con una ametralladora en sus manos. Un levantamiento militar internacionalmente recordado por su sangriento inicio, y aún más cruel desarrollo bombardeaba la capital, Santiago, con foco en el Palacio de la Moneda, sede del Poder Ejecutivo.
En los momentos previos a ese gesto de resistencia, que dio simbolismo heroico e histórico a la defensa de la democracia frente a la barbarie golpista, Allende había pedido a sus partidarios, asesores y funcionarios más cercanos que abandonaran el lugar y no se sometieran a ese martirio, el de la resistencia civil a la violencia armada de los militares, que decidió asumir en soledad.
Fue así la trágica culminación de un intento reformista en Latinoamérica en tiempos complejos para toda la región, cuando la guerra fría y el conflicto Este-Oeste todavía dominaba la escena mundial, a la vez que llegaba a su extinción el intento de desarrollo por sustitución de importaciones que los países al sur del Río Grande habían emprendido una década atrás.
En aquellos años setenta se extendían en el Cono Sur los regímenes militares, los que debían imponer la disciplina anticomunista de Washington, que no aceptaba la mínima posibilidad de una nueva Cuba en el continente por considerarla (no sin cierta razón) una amenaza para su propia seguridad. Pero a ello se sumaba un objetivo de política claramente antipopular, que se forjaba en las universidades conservadoras de Estados Unidos, y se basaba en la reposición de los principios del capitalismo ‘manchesteriano’ extremo como solución para el logro de la superación de los problemas del subdesarrollo económico y social. Es decir, que dejando de lado la fracasada “Alianza para el Progreso” de John Kennedy en los sesenta, que implicaba al menos una ayuda directa y un compromiso firme del capitalismo norteamericano para el impulso de proyectos en la región, la administración Nixon-Kissinger abogaba por las recetas de Chicago como remedio para el desarrollo de los negocios.
Por eso, la caída del reformismo de Allende contó con apoyo directo y participación activa de la CIA, un hecho que no por sabido resultó menos sorprendente cuando se conocieron papeles secretos de aquellos años al amparo de la revelación documental que rige en la democracia norteamericana cuando vencen los plazos estrictos de reserva.
UN INTENTO REFORMISTA
Salvador Allende era por entonces el líder del Partido Socialista chileno, agrupación que dio varios grandes mandatarios a su país, como lo fueron en años posteriores Ricardo Lagos y Michelle Bachellet. Orador brillante y profundo demócrata, Allende creía necesario un remedio reformista para las limitaciones en el desarrollo social del país, que por entonces mantenía profundas desigualdades y amplios espacios de pobreza.
Como decíamos, el proceso de proteccionismo con sustitución de importaciones se agotaba en la región, y las ideas reformistas aparecían como una alternativa para darle nuevo impulso, matizadas, claro, con las urgencias propias de cada país. De este modo se planteó una coalición gubernamental integrada bajo el lema “Unión Popular”, nucleando a socialistas, comunistas y miembros del partido Radical de Chile, y hasta algunos sectores progresistas de la Democracia Cristiana -hasta entonces gobernante- para enfrentar en las elecciones nacionales a la derecha tradicional conservadora liderada por Arturo Alessandri.
En los años anteriores a que asumiera en el Ejecutivo la Unión Popular de Allende, hecho que tuvo lugar en 1970, el gobierno centrista del democristiano Eduardo Frei Montalba había dado lugar a una tibia reforma agraria, repartiendo tierras fiscales a sectores campesinos desposeídos, como una forma de mejorar el ambiente rural chileno. Pero los reclamos urbanos no encontraban todavía respuesta.
El plan de Allende consistía en fortalecer el incipiente proceso de desarrollo existente, profundizando la reforma agraria y, muy en particular, mediante la recuperación industrial a través de la nacionalización de empresas líderes, comenzando por las de producción de cobre, que constituye aún a hoy día la mayor fuente de la riqueza y exportación chilenas.
Adicionalmente, Allende postulaba algunas reformas institucionales, mejorando mecanismos de participación en las comunas, puesto que Chile era y sigue siendo un país fuertemente centralizado en su administración, afirmando una voluntad federal de descentralización económica e impulsando reformas constitucionales para incorporar nuevos derechos -algo que todavía hoy se debate en Chile-, entre otras posturas de avanzada.
RESISTENCIA DESDE EL INICIO
Seguramente al sector conservador lo que mayor zozobra le produjo es la nacionalización de empresas, lo cual en cierta forma alteraba los principios tradicionales en materia de propiedad del capitalismo. Consciente de las limitaciones legales, Allende debía recurrir a aprobaciones parlamentarias en un Congreso en el cual su coalición no alcanzaba mayorías en ninguna de las dos cámaras, pero confiaba en obtener respaldo popular para el logro de sus reformas, las que incluían también otras áreas como la previsional.
Desde el inicio de su gestión, Allende tuvo noticia de que la oposición iba a conspirar hasta el punto de forzar su derrocamiento, y buscó tender lazos de diálogo con los sectores más moderados, como los de la propia Democracia Cristiana de Frei para buscar consensos y cierto respaldo a las reformas. Pero, como siempre, los sectores maximalistas, en particular los del partido Comunista, prefirieron seguir un rumbo más impulsivo, considerando la existencia de un fuerte apoyo popular en esos primeros momentos.
Posteriormente, en circunstancias quizás ya tardías, Allende insinuó el camino plebiscitario como forma de ratificar ese apoyo a las reformas, pero como bien lo señalan algunos de sus amigos más cercanos, como Joan Garcés, la voluntad general lo acompañaba de manera mayoritaria sólo al principio, pero ya no tanto al transcurrir dos años de su gobierno, por lo que por entonces se consideraba que un referéndum podía ser un arma de doble filo, es decir, terminar en una derrota para la Unión Popular.
En un primer momento de su gestión su gobierno, impulsó una mejora de ingresos, es decir, aumentos salariales, las que se tradujeron, al no mediar progresos significativos en la productividad ni otras medidas estructurales, en una creciente inflación, mientras se mantenía el debate sobre las reformas.
Por otro lado, la economía chilena se encontraba jaqueada por cierta limitación en sus exportaciones, y apelaba al control de cambios para moderar precios en el orden interno, hecho que a su vez provocaba ciertas escaseces, incluso de productos básicos, mientras se disparaba la cotización del dólar paralelo. Esto no dejaba de configurar un cierto clima de descontento transcurridos los primeros meses de su gobierno.
Esa era la oportunidad que esperaba la derecha opositora, que había logrado penetrar a las Fuerzas Armadas del país, hasta entonces lideradas por el sector democrático, es decir, sujeto a la Constitución y la legitimidad democrática con independencia de las posiciones políticas personales. El líder de ese grupo democrático, el general Carlos Prats, como responsable del Ejército, comenzó a experimentar un desgaste personal por la fisura que comenzaba a advertirse dentro de su fuerza. Esa fisura o brecha era en realidad el reflejo de una fricción más generalizada en toda la sociedad del país.
Allende, demócrata y pacifista al fin, confiaba por un lado en evitar la violencia interior, y más aún cualquier conato de guerra civil; por otro lado, en mantener la fidelidad legalista de esas Fuerzas Armadas al costo de aliviar sus reformas y eventualmente de postergar otras. Allí aparecía la alternativa del referéndum como forma de lograr nuevo apoyo para las nacionalizaciones de empresas, realimentando la legitimidad de su gobierno, pero a la vez el riesgo no era aceptado por sus seguidores dentro de la coalición. Por ello a pesar de abrir caminos de diálogo, Allende fue quedando solo ante el descontento. Y aún a pesar de evitar caer en algún extremismo que sirviera de mayor excusa para suponer cualquier alteración del orden legal.
Prats entendió que para evitar rupturas y cualquier intento de sedición debía hacerse a un lado, lo cual significó su renuncia y pase a retiro, dejando su lugar a una personalidad que gozara de mayor consenso dentro de la fuerza, pero que a la vez garantizara legalidad y una postura constitucionalista. El elegido por su recomendación fue nada menos que Augusto Pinochet, quien habría de traicionar al presidente Allende y asumir como responsable del régimen más sangriento de la historia de su país.
Por supuesto, en una acción que constituyó uno de los capítulos más tenebrosos de su historia, los Estados Unidos estuvieron permanentemente detrás del golpe y de su ejecución, así como de la inmensa represión concomitante y posterior, en uno de los acontecimientos más deleznables en materia de violación de derechos humanos.
Pero los norteamericanos no anduvieron solos. También participarían otros países latinoamericanos, en particular Argentina, Brasil y Uruguay, que además luego se sumarían al gobierno militar chileno para conformar el siniestro Plan Cóndor, mediante el cual los perseguidos políticos de un país lo serían en sus vecinos de igual manera, al punto que Carlos Prats sería vilmente asesinado en Buenos Aires por fuerzas de seguridad argentinas o con anuencia de la autoridad del país, después de su refugio trasandino, como ya le había pasado al político uruguayo Gelman Michelini.
Más suerte tuvo el también oriental Wilson Ferreyra Aldunate, líder del Partido Blanco, quien bajo idéntica amenaza de muerte todavía no consumada fue sacado de la ciudad porteña en un auto que condujo personalmente el por entonces abogado de presos políticos y luego presidente argentino Raúl Alfonsín, para esconderlo en una hacienda de campo de unos amigos hasta tramitar su refugio en una embajada extranjera. Tales fueron los alcances del Plan Cóndor. Con posterioridad, la pena de muerte extraterritorial le llegaría estando en Washington al general Marcos Letelier, ex ministro de Relaciones Exteriores del gobierno de Allende, asesinado con la complicidad de la CIA.
Este fue el dramático final de un intento reformista y democrático, que tuvo la desgracia de suceder en momentos en que la reacción de ultraderecha y los Estados Unidos tenían otro plan para América Latina. Pero, así como aquella ola de terror habría de pesar por el continente, nuevos tiempos de restitución democrática habrían de llegar en los ochenta, y por eso hoy más que nunca resalta el heroísmo de aquel médico comprometido, que al dar su vida llenó de significación como nunca antes a la ruptura del orden democrático institucional en Chile, en América Latina y bien podría decirse que en todo Occidente.
Mario Alejandro Scholz
Abogado, analista de Política Internacional y colaborador de la Fundación Alternativas.
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