Este verano, una temporal lesión en un pie me ha obligado a pasar bastante tiempo en dique seco, sentado en la playa leyendo y mirando lo que había alrededor, circunstancia que me ha permitido realizar un rústico estudio de campo sobre los neptunos y las sirenas que acuden a la costa en verano huyendo del calor: sobre la nacionalidad, origen peninsular (por el acento), horarios de llegada a la playa, agrupaciones familiares (los mayores, los niños), la distancia entre sombrillas, la actitud de quienes sólo toman el sol, como lagartos, quienes se bañan, nadan, se mojan o juegan en el agua o en la orilla; sobre quienes leen, quienes hablan y quienes ligan; quienes comen, beben o fuman (y dónde dejan los residuos) o quienes llevan la radio consigo -¡maldito reguetón!- y a la niña esa de la “motomami”, que canta en la lengua de Tampa. Las conclusiones de esas largas ojeadas quedarán para mejor ocasión, porque ahora deseo ocuparme de un inocultable fenómeno, que en los últimos años ha ido en aumento, que es la tendencia a la escasez en la ropa de baño femenina, para dejar el descubierto generosas partes del cuerpo antes celosamente veladas.