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Una nueva generación de incendios forestales


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No acaba de arrancar el verano y los cada vez más temibles incendios forestales han presentado ya sus credenciales para 2017. Y lo han hecho de forma dramática, inesperada. Aún era primavera y, como si se hubiera desatado la ira de todos los dioses del Olimpo, un incendio arrasó varias decenas de miles de hectáreas de bosque en el vecino Portugal, dejando a su paso nada menos que 64 muertos y 254 heridos. Una semana después, era pasto de las llamas el entorno de Doñana, en Andalucía, afectando a más de 8.000 hectáreas de bosque, en el perímetro exterior de nuestro más emblemático Parque Nacional. Y, sólo unos días más tarde, era el Parque Natural de La Calderona, en las sierras del Levante, entre Castellón y Valencia, el que hacía sonar todas las alarmas.

¿Qué tienen en común estos tres episodios que marcan nuestro recién estrenado verano? Han sido tres incendios diferentes, en lugares alejados de la geografía peninsular ibérica, pero con un mismo denominador común. En los tres incendios tuvo protagonismo un elemento esencial, el viento, que era de componente Este en el caso portugués y de componente Oeste en los casos de las Comunidades Andaluza y Valenciana. En el caso portugués, la mayor parte de la península ibérica se vio afectada además por una incipiente ola de calor africano que, junto con el viento del este, dejó los ya bajos niveles de humedad de la vegetación en total disponibilidad para arder. La diferencia térmica entre la superficie terrestre y las capas altas de la atmósfera contribuyeron a dibujar un escenario perfecto para un “megaincendio” forestal. La falta de sistemas de detección y análisis del conjunto de circunstancias que provocaron la catástrofe, fue determinante para que nadie diera la alarma en el país vecino y finalmente se convirtiera en el mayor incendio, y el más mortífero, de la historia de Portugal.

En los casos andaluz y valenciano fue el fuerte viento de poniente el que propició los otros dos grandes siniestros del comienzo de la temporada de riesgo alto de incendios forestales en nuestro país. En ambos casos hubo episodios convectivos, como mostraron las columnas de humo con su forma característica, los pirocúmulos, que anuncian que estamos ante incendios muy destructivos y fuera de capacidad de extinción. Pero no fueron incendios convectivos propiamente dichos, como claramente lo fue de principio a fin el incendio de Pedrógão. Fueron incendios de viento, movidos por el viento que inyectaba oxígeno en cola, y alimentados en cabeza y flancos por una gran cantidad de combustible disponible para arder. Afortunadamente en Andalucía y Comunidad Valenciana los departamentos contra incendios cuentan con excelentes equipos de analistas, capaces de detectar las alertas y poner en guardia los mecanismos necesarios para proteger a la población que aún vive en el medio rural. Y alertados por estos, al contrario que ocurrió en Portugal, los servicios de protección civil funcionaron con eficacia y adoptaron las medidas de evacuación o confinamiento que mejor aseguraban la integridad y la vida de las personas que pudieran verse afectadas por el incendio.

En los tres casos, los servicios de extinción portugués, andaluz y valenciano, supieron aprovechar de manera excelente las oportunidades de extinción que los respectivos incendios brindaron. Pero no olvidemos que para que esas oportunidades se dieran tuvieron que desaparecer primero las condiciones que hacían que esos tres incendios estuvieran fuera de capacidad de extinción. Desaparecieron las condiciones climatológicas que propiciaron la convección, en el caso portugués, y el viento, que amainó de madrugada en el caso del entorno de Doñana, y que viró de poniente a levante en el caso valenciano.

Pero no solo el viento era denominador común en esos tres incendios. Había un elemento más, que es siempre esencial en todo gran incendio forestal: el combustible. Nuestros montes, prácticamente todos los de la península ibérica, están atiborrados de combustible forestal dispuesto para arder a la menor oportunidad. Son, como bien han dicho multitud de expertos estos días, auténticos polvorines distribuidos por toda nuestra geografía forestal.

¿Pero por qué ocurren estas cosas? ¿Qué ha cambiado para que lo que antes no era un problema hoy pueda acabar en catástrofe? A mediados del siglo pasado los incendios no eran un problema. Eran algo natural, con los que el monte y la gente convivía con absoluta normalidad. Un incendio grande difícilmente quemaba más de 50 hectáreas antes de la mitad del siglo pasado. Pero llegaron los movimientos migratorios, motivados por una sociedad incapaz de dar respuestas políticas a las condiciones de supervivencia en el medio rural. Y los montes y campos españoles empezaron a sufrir la despoblación y con ella el abandono. Y primero el matorral y luego el bosque empezaron a colonizar toda la superficie forestal española. Ya no había gente para mantener abiertos espacios en el interior de los bosques, como zonas de cultivo para alimentar a las personas y el ganado. Ya nadie sacaba maderas ni leñas para calentarse o alimentar las cocinas y chimeneas con las que hacer la comida. Ya no había ganado que aprovechara los brotes, ni hachas de ganaderos que facilitaran el ramoneo… y el combustible lo fue llenando todo, creciendo y multiplicándose exponencialmente, fabricando escenarios perfectos para que hubiera grandes incendios, como empezó a ocurrir a mediados de los años 80 del siglo pasado.

Y los gobiernos comenzaron a reaccionar mejorando y profesionalizando los medios de extinción, incorporando toda la tecnología disponible en cada momento, sin darse cuenta de una realidad incuestionable. El combustible es la capacidad de regeneración y producción de biomasa que tienen todos nuestros montes. Dependiendo del tipo suelo, la profundidad, la orientación y la pluviometría, unas especies forestales pueden ser más productivas que otras, pero todas producen excedentes. Pueden estar entre 4/5 y 60/70 toneladas/hectárea/año. Si no las sacamos, como las sacaba la gente que antaño vivían en los espacios forestales, se acumulan, se multiplican y tarde o temprano se acabarán quemando. Cuanto más tarden en quemarse más grande será el incendio que vendrá y acabará con todo. Es lo que los expertos llaman la “paradoja de la extinción”, que indica que cuanto más eficaces sean los medios de extinción, más combustible se almacenará y, si no lo sacamos, más grande, voraz, destructivo y peligroso será el incendio que acabará con todo, incluidos los excedentes de combustible, la vegetación que lo produce y aquellos bienes que haya en los espacios forestales. Incluso la vida de las personas que habitan o transitan por el interior de nuestros bosques correrá peligro, como bien ha venido a demostrar el terrible incendio de Pedrógão.

No hay que darle más vueltas ni buscar más o menos ingeniosas excusas. El monte produce combustible y tenemos que elegir entre sacarlo y aprovecharlo como energía renovable que es, o acabará quemándose tarde o temprano. Los medios de extinción cada vez son más eficaces y consiguen apagar el 90% de los incendios antes de que superen una hectárea de superficie, dejándolos en conato. Y esto, que puede parecer una buena noticia, no es más que el embrión de un inmenso drama. El combustible que no se saca ni se quema en incendios más o menos moderados, acabará ardiendo en un gran incendio de imprevisibles y graves consecuencias.

Y no se trata, como algunos pueden pensar a la vista de sus declaraciones públicas, de tener más o menos kilómetros de cortafuegos. En caso de grandes incendios convectivos o movidos por el viento que se propagan a través de las copas, los cortafuegos tradicionales no sirven para nada, como no sirven las carreteras, ni siquiera las autovías de cuatro carriles. No son nada para el avance de las llamas, que ni siquiera se enteran de que había esas supuestas infraestructuras para detenerlas.

Y tampoco se trata, como hemos podido leer estos días, de “limpiar” los montes como si estuvieran llenos de basura, o de tenerlos sin sotobosque o matorral como si fueran grandes jardines, para reducir la voracidad de los incendios. Ese tipo de declaraciones, hechas por algunos supuestos “expertos” o responsables de la gestión forestal, entrañan un grave desconocimiento de la realidad a la que nos enfrentamos o un burdo intento de engañar a sus respectivas opiniones públicas. No hay que “limpiar”, salvo que quieran eliminar las latas de CocaCola, cervezas, papeles, cartones y bolsas de plástico. No estaría mal que lo hicieran, dicho sea de paso, pero no sirve de nada a efectos de evitar o frenar los incendios. Ni tampoco hay que manejar los espacios forestales como si de un inmenso jardín se tratase. Ni de eliminar grandes superficies de bosque para que no acaben siendo pasto de las llamas.

Se trata de romper la continuidad del combustible, fraccionando las masas forestales más inflamables, para evitar la propagación, sustituyéndolas por especies que soportan mejor el paso de las llamas y pueden ayudarnos a frenar su avance. Y se trata de reducir combustible, al menos en la misma proporción de su capacidad de regeneración, para dificultar la ignición y aminorar la voracidad de las llamas. ¿Es posible crear bosques resistentes y resilientes a los incendios? Claro que sí.

Antes, cuando los espacios forestales estaban ocupados, “vividos” y explotados por la gente que vivía en ellos, los incendios no eran un problema. La gente usaba el combustible como energía para alimentarse y calentarse. Hoy, apenas hay gente, y nuestros gobiernos se empeñan en buscar la energía en desiertos lejanos en los que hay, además, gran inestabilidad política, despreciando una fuente que tenemos ahí al lado, en nuestros montes. Una energía que se produce abundantemente, es barata, sostenible y renovable. Y que nos crea un serio problema si no la usamos, provocando graves y grandes incendios por su excesiva acumulación incontrolada.

Tenemos un enorme problema de despoblación en nuestro medio rural. Y tenemos un grave problema de incendios forestales. Tenemos una fuerte carencia de empleo de calidad y nos falta energía. ¿Por qué actuamos como nuevos ricos buscando fuera y pagando carísimo fuentes energéticas que tenemos barata y en abundancia en nuestros bosques?

Es la hora de respuestas políticas sensatas e inteligentes. Es hora de hacer una política medioambiental seria y de verdad sostenible. Es hora de gobiernos sensibles con los problemas del cambio climático. Es hora de dar respuestas coherentes y definitivas a los incendios forestales, el principal problema que tiene la realidad ambiental de la mayor parte de nuestro territorio.

Los bosques no son solo un bello paisaje, pues absorben y fijan CO2, producen oxígeno y regulan el clima y el régimen de lluvias. Sin ellos es imposible la vida en el planeta. Si se queman, aunque regeneren, sufren grandes pérdidas de biodiversidad y cada vez son ambientalmente más pobres. No podemos actuar sobre el viento o la diferencia térmica entre superficie terrestre y capas altas de la atmósfera, ni podemos impedir las olas de calor norteafricanas. Pero sí podemos actuar sobre el tercer elemento, que es imprescindible para que haya grandes incendios, el combustible. ¿A que estamos esperando? ¿Cuántos muertos, cuantas decenas de miles de hectáreas más tenemos que ver abrasadas para hacer lo que sabemos que hay que hacer? ¿Y cuando vamos a empezar a exigir responsabilidades políticas, civiles o incluso penales a aquellos que pudiendo evitar los grandes incendios no lo hacen?

Presidente de AEEFOR (Asociación Extremeña de Empresas Forestales y de Medio Ambiente).