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Hacia el desastre y la cuestión social: 1880, comienza la reflexión


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Ha llegado pues la época de que se formule el credo de una nueva religión, que sustituya todas las antiguas religiones y comprenda las nuevas aspiraciones de la actividad humana. Esta religión no puede ser obra de un día. Su nombre es la ciencia. Su historia es la historia de la humanidad entera. Su objeto, aliviar todos los dolores, satisfacer todos los deseos, formar masas enormes de subjetivo contra la oscuridad y la ignorancia.

El credo de una Religión nueva.

Serafín Álvarez1. 1873.

Los años de 1880 como referente social, presentan una España más madura y de mayor solidez que los años sesenta o setenta, pues aquellas cuestiones que en la década anterior habían quedado en vías de desarrollo, aparecen ahora con mayor plenitud. El régimen se consolida; el bipartidismo funciona tras la prueba de fuego de la muerte de Alfonso XII. Los años ochenta traen vientos liberales. La afirmación del Estado, de los prestigios y los ideales del bloque de poder que lo sustenta, se proyecta sobre las artes plásticas. Prosigue -tributo al Progreso- la arquitectura de hierro; pero los neísmos dejan paso a un eclecticismo arquitectónico que pretende ser trasunto de la primera virtud social que se atribuye el régimen ya consolidado: la tolerancia. El hombre y sus problemas morales, éticos y sociales se convierten aún más en el centro de la vida social, y esta tendencia se irá agudizando en el final hacia otros principios todavía más comprometidos.

El desarrollo económico aumenta la población obrera; la libertad de asociación facilita los cauces para una nueva etapa del movimiento obrero; surge entonces el socialismo español de inspiración marxista. Hacia los años ochenta España intenta una mayor aproximación a Europa, -como ya se había realizado en lo literario y en las artes en general- ahora con más propiedad-. “Véase la política exterior de los liberales -con la adhesión de España a la Triple Alianza; con el intento, frustrado de salir del “recogimiento”; véase la penetración de vientos tan lejanos como los que trae de Rusia, vía París, la condesa Pardo Bazán al hablar en el Ateneo madrileño de la “revolución y la novela” en aquel país”.2

Esta europeización todavía se hará doblemente palpable en los políticos dotados de mayor amplitud de miras en los años noventa. Los escritores quieren comprometerse con esa realidad y comienzan a plantear bien en sus novelas o en el vehículo directo del teatro su posición de denuncia y cambio social: Juan José de Joaquín 
Dicenta, Misericordia, Miau, de Galdós van preparando el terreno para el duelo noventayochista.

El positivismo se irá incrustando en algunas mentalidades, poco provistas de realismo, no sin cierta oposición y resistencia de los más tradicionales, desarrollando su influjo fecundo en las artes, las ciencias y en la educación. Se abandera la lucha ideológica de dos sistemas claramente enfrentados: la educación monopolizada por las huestes religiosas frente a la renovación educativa enarbolada por los liberales y sus progresistas modelos de escuela3. Son los tiempos de avance de la Ley Moyano o Ley de Instrucción Pública de 1857, promulgada durante el reinado de Isabel II que intentó solucionar el grave problema de analfabetismo que sufría el país.

Las universidades, lo mismo que la sociedad, no encuentran la quietud en el sacudido siglo XIX, porque las condiciones económicas y políticas no logran estabilizarse. Los sucesivos Gobiernos siguen legislando sin cesar. La Década Moderada de Isabel II (1844-1854) se caracterizó por las continuas reformas que sufrió el Plan Pidal. En 1850 un real decreto de 28 de agosto habla por primera vez de las Universidades de Distrito. En 1851 se ordena que las Universidades rindan cuenta mensualmente a la Dirección General de Instrucción Pública, sucediéndose varias reformas parciales. Este ambiente es recogido, analizado y vivido por los acólitos de la Institución libre de Enseñanza.

De este modo, cuando los progresistas llegan al poder en 1854, es evidente ya la necesidad de proceder a una norma que con rango de ley regule la compleja trama de la instrucción nacional. Progresistas y moderados confluyen ahora en el tema de la educación, coincidiendo en las grandes líneas del sistema educativo liberal. Aunque la división ideológica reaparecerá más tarde una desgastada conclusión con los partidos turnantes de Cánovas y Sagasta, parece que para estas fechas no son grandes las diferencias entre ambos por lo que respecta a la educación, sin embargo, se va preparando el enfrentamiento. Un conflicto profundo no surge en veinticuatro horas. Las clases altas y medias del país, -reflejo de la vida es la novela que diría Pérez Galdós- expresan su preocupación, su temor o su simpatía por los desheredados; el “problema social” accede a un primer plano, el “orden social” puede cambiar y dejar de ser una realidad inmutable.

Pero es la guerra, con sus implicaciones, con sus consecuencias, lo que conferirá sus rasgos más característicos a lo que se prepara para la década final del XIX. Guerras con Marruecos4 que nunca terminaron de enderezar el problema y que algunos autores especialmente periodistas intentaban reflejar en los periódicos en un intento de exaltación al hispanismo hacia la Europa mandamás. La guerra colonial; otra guerra de Cuba. Y guerra internacional, en una fecha 1898 donde vemos la última realidad de estos años que cambiarán la historia, pues el 98 proyectará su luz, o sus sombras sobre toda la década finisecular. Hasta el punto de que escribe Tuñón de Lara: “la historia que venga después, -después del 98-; después de 1902, apenas cuatro después del “desastre” será ya otra historia, y eso no solo porque haya cambiado la persona del monarca”.5 Una España con sus modas, autores amorosos de la naturaleza, dolencias sociales, perspectivas y todo un entramado convencional y social, en el medio exacto: los personajes de muchas de las obras de los autores decimonónicos son los que ponen voz a todo ese entramado filosófico y social.

La palabra desastre, que más adelante pasará a designar, por antonomasia y popularmente, la fulminante pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas acaecida en 1898, apareció quizá por primera vez en el vocabulario político de la época, con ocasión de la derrota naval de Cavite, en la prensa del 3 de mayo del 98, “El desastre de Manila”. Actualmente la palabra puede ser usada sin distorsión para designar el proceso histórico global que contextualiza la derrota militar a que inicialmente fuera aplicada. En efecto, un desastre –en la más estricta significación del vocablo- fueron las inhibiciones, las vacilaciones y los retrocesos de la política colonial madrileña entre la paz de Zanjón y el grito de Baire; un desastre fueron –por los sufrimientos y por las ingentes pérdidas humanas que acarrearon- las guerras independentistas libradas casi simultáneamente en Cuba y en las Filipinas, entre el 95 y el 98; y un desastre fue, a más de un absurdo, la guerra hispano-norteamericana, aceptada sin más alternativa que la segura derrota. Tres aspectos, conceptualmente diferenciados, de lo que, en la historia española del último cuarto del siglo XIX, constituye un proceso coherente: hay una política colonial inadecuada que desemboca en unas guerras de emancipación.

Y hay unas guerras de emancipación tan desdichadamente situadas en la geografía y en la cronología del imperialismo, que darán lugar a una intervención norteamericana de objetivos no coincidentes con los planteamientos emancipadores. Este desastre por otra parte no sólo colaboró a que el pensamiento y la filosofía de los intelectuales “pecara” de cierta negatividad, al menos fue la llama para ejercitar las conciencias de los pensadores, creándose de esta forma una conciencia intelectual -por fin- muy necesaria para España. El desastre obligaba a escritores y artistas a comprometerse y a poner en marcha su talento, quizás exagerando en ocasiones su oscurantismo, pero haciendo del arte una práctica al servicio de los ciudadanos.

Para José Luis Abellán, la interpretación del desastre como una especie de finis Hispaniae, fue una catástrofe nacional que afectaba y significaba el conjunto de la nación española, del pueblo español, fue, una simplificación de la oligarquía, que identificó con el derrumbamiento o las dificultades de algunos de sus sectores y con el derrumbamiento fulminante de toda una ideología justificativa: el fracaso histórico de todo un pueblo. Un fracaso popular, que invadió la perspectiva -poco resiliente- del pueblo español, en un momento emblemático de su existencia histórica. Como decía Ehrhardt, “el verdadero simbolismo es la idealización de la materia, la transfiguración de lo real, la sugestión de lo infinito por lo finito”.6

Efectivamente hubo un desastre-mito encuadrado en unas coordenadas ideológicas, pero también hubo un desastre-realidad social, multiplicado muchas veces a escala personal y familiar. Carmen del Moral7 ha estudiado las consecuencias de las guerras familiares diezmadas por el envío, irremisible del hijo a Ultramar; bajas en las contienda; crisis de subsistencias en la Península; caótica situación sanitaria y merma de la capacidad laboral en buena parte de los repatriados. La oligarquía sufre un rudo golpe, pero las fuerzas sociales que le son hostiles actúan en orden disperso y carecen de madurez. Las contradicciones comienzan antes de terminar el siglo, especialmente entre la clase política y algunos intelectuales que deben esperar pacientemente a que pase el tiempo para poder analizar desde fuera y con objetividad lo que se estaba preparando. La vieja estructura social comienza a afiliarse a la crisis; las instituciones políticas también. Si olvidamos la historia total, y circunscribimos nuestra atención a la clásica historia política, no hay razones para dar por terminada la época de la Restauración ni en 1898 ni en 1902. Hay una compleja y honda ruptura que afectará al campo ideológico e intelectual: la burguesía “no integrada”, la pequeña burguesía y la clase obrera irrumpen ideológicamente al nivel de distintas tomas de conciencia; en tanto los intelectuales, o sostienen “la tesis burguesa del Estado democrático liberal y de Derecho” como Azcárate o Posada, o pasan a expresar “la protesta irritada, sentimental, de la pequeña burguesía” o habrán asumido más o menos circunstancialmente posturas socialistas o anarquistas, como será el caso de la juventud del 98, aunque con sus titubeos. Escribe Tuñón de Lara8:

Si aceptamos que el 98 no comporta una quiebra política y que el sistema sólo entrará en crisis a partir de 1917, es preciso reconocer que el “desarme ideológico” experimentado por este último en la crisis de fin de siglo es muy relativo, ya que no transcurrirá una década sin que el planteamiento de la cuestión marroquí –de la guerra de África: otra guerra colonial- venga a reactivar, claro está que sobre nuevos presupuestos, los grandes temas de la ideología presuntamente quebrada en el 98”.

Como contrapartida de estas dos observaciones, quizá cupiera formular otra: la necesidad de insistir sobre el “desarme moral” del sistema que, efectivamente, sí cuenta en el 98 con un jalón decisivo. Hasta entonces nunca se había puesto de manifiesto tan brutalmente la insolidaridad de la oligarquía de la clase política que la representaba con el pueblo por ella regido. Agudamente se ha referido Abellán a la motivación ética que impulsará a los jóvenes del 98: fue “su sentido de la justicia” el que les impulsó al socialismo o al anarquismo. En cuanto al pueblo, es bien sabido que la guerra de África será asumida con un talante bien distinto al del 95 o al del 98.

Esta es la ambivalencia de la tragedia o en este caso aludimos a un género característico de nuestro teatro: la tragicomedia. La vida humana, normalmente está hecha de mediocridad y de seguimiento de la norma. Debe ser así. Pero a veces llega el momento de las decisiones que alteran el curso de esa normalidad. Entonces, una de dos, o surge la tragedia o surge la comedia, tragicomedia para nosotros. El romper con la normalidad puede ser trágico: provoca dolor humano, independientemente del éxito o fracaso, pero es el pueblo quien sabe gestionar sus pruebas por medio del combate. O dicho quebrantamiento puede ser cómico: provoca simplemente risa. Porque es inocuo, el pueblo sufre, pero sabe reír, al menos desde el punto de vista del público y del poeta9 que son los que presentan ese espejo social.

1Serafín Álvarez fue compañero de generación de Joaquín Costa, el más importante regeneracionista. Su obra El credo de una Religión Nueva, obra que no obtuvo ninguna relevancia en la época, pero que constituye en sí misma una exposición muy atractiva y clara sobre una posible reforma de la sociedad. "Es necesario -decía Serafín Álvarez-, hacer desaparecer los templos para convertirlos en escuelas y talleres; colocar en el lugar de los santos, máquinas; en vez de altares, mesas de estudio; en vez de función religiosa, la discusión científica. Es necesario, en una palabra, que desaparezca la fe y que comience el imperio de la razón". Edición de José Esteban, Ed Fundación Banco Exterior, Madrid, 1987, pp. 9-14.

2Tuñón de Lara Historia de España Tomo VIII “Revolución Burguesa, Oligarquía y Constitucionalismo 1834-1923” Madrid, Labor 1990. Pp 270-290.

3La cuestión educativa en evolución se abordará convenientemente.

4El paradigmático conflicto con Marruecos no encontró solución, como así lo refleja por ejemplo Galdós en su novela Aita Tetauen que significa la llamada, el grito a la guerra desde Tetuán. Se sucederá a partir del 98 el gran problema con Marruecos, pero es tema de otro artículo que en ello estoy.

5Ibídem, Tuñón de Lara, pág 274.

6Citado en Henrik Ibsen, Teatro completo, Madrid, Aguilar, 1973, pp. 1-139.

7Carmen Moral Ruíz, La sociedad madrileña de fin de siglo y Baroja, Madrid, 1974.

8Ibídem. pág 387.

9Francisco Rodríguez Adrados, Democracia y literatura en la Atenas clásica, Madrid, Alianza Editorial, 1997, pág. 157.

Doctora en filosofía y letras, Máster en Profesorado secundaria, Máster ELE, Doctorando en Ciencias de la Religión, Grado en Psicología, Máster en Neurociencia. Es autora de numerosos artículos para diferentes medios con más de cincuenta publicaciones sobre Galdós y trece poemarios. Es profesora en varias universidades y participa en cursos, debates y conferencias.