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28 de octubre de 1982. I


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Julio Feo se echó la bufanda al cuello – con ese descuido tan coqueto, que con los años se haría famoso – se puso la chaqueta y, con las llaves del coche en la mano, salió de casa. Arrancó y se dirigió a la otra punta de Madrid, a buscar precisamente a un periodista, el único al que se permitiría ser testigo de aquella tarde y, contarlo en un periódico.

José Luis Martín Prieto esperaba impaciente en la esquina de la cita y, cuando Julio lo recogió, le pareció que viajaban muy lejos, a la ultraperiferia. Tantas vueltas dio el conductor para despistarlo, que Martín Prieto no sabía si aquello quedaba al norte, al oeste o al este. Había cubierto toda la campaña de Felipe, incrustado en su autobús de campaña. Al dictar los textos a la redacción de El País cada noche, le costaba saber si estaba en Cuenca o en Badajoz. Su inmersión en la caravana política, había sido tan honda, que empezaba a acusar un cierto síndrome de Estocolmo: Felipe y su equipo le parecían ya amigos y, eso era peligroso. Al escribir debía esforzarse mucho, para mantener las distancias.

Por la casa de Julio Feo andaban su hija, la asistenta, Piluca Navarro (secretaria de Felipe), José Luis Moneo (medico personal de Felipe, imprescindible en la campaña para controlarle la dieta y, mandarlo a dormir), Juanito Alarcón (el chófer de Felipe) y, por supuesto Felipe y Carmen Romero. La prensa creía que el candidato, estaba en su casa de Pez Volador, o en el cuartel electoral del PSOE que dirigía Alfonso Guerra, o en la sede del partido. Allí esperaron los resultados electorales, sin más contactos con el exterior, que dos líneas de teléfono directas: una con el despacho del ministro del Interior, Juan José Rosón y. otra, con el de Alfonso.

A Martín Prieto le concedieron el privilegio, de pasar el día junto a Felipe, sin ninguna barrera ni presión: que contase lo que le diera la gana. Durante la campaña, había escrito un ramillete de crónicas, que ya formaban parte del mejor periodismo político, nunca escrito en España y, que son hoy, una de las fuentes más ricas, para quien quiera conocer aquella época. Lo que escribiría aquella tarde, justo antes del cierre de los colegios electorales, se titula “Felipe González espera tranquilo en casa de un amigo” y, merecería también, un sitio de honor. Con una prosa muy limpia, más anglosajona que latina – cosa rara en el periodismo español, que se desparrama por el lado barroco – transmite algo asombroso: la calma doméstica, que antecede al mayor cambio de la historia de España. Si Martín Prieto no hubiera dejado ese testimonio, sería muy difícil creer que Felipe González, pasó el día de su gran victoria sesteando, fumando cigarros canarios y, jugando a cosas de niño con la hija de Julio Feo. El documento tiene también el valor, de ser único y definitivo: nunca más habrá crónicas tan cercanas de Felipe. A partir de ese día, una nube de gabinetes y secretarias, lo protegerá del contacto directo con los plumillas.

A casa de Feo regreso, poco después, Juanito Alarcón, que había salido a buscar a Pablo Juliá, el fotógrafo que ilustraría la crónica de Martín Prieto. Juliá era el fotógrafo de El País en Sevilla, pero sobre todo era amigo de Felipe. Se conocieron en 1967, cuando este era ya un abogado laboralista, que andaba trasteando con el PSOE y, aquel un chaval que estudiaba Filosofía y Letras y, rondaba las asambleas. Juliá había llegado a Sevilla desde su Cádiz natal y, era más pobre que los estudiantes del “Buscón” de Quevedo, pero le daba igual. Jugaba a la política, sin tomársela tampoco muy en serio. Era comunista, aunque no del PCE, sino más a la izquierda y, le gustaba incordiar a Felipe, llamándole burgués y socialdemócrata. Pero lejos de enfadarse, este ejerció de tal con su amigo.

Pues eso.

(Continuará)

Nacido en 1942 en Palma. Licenciado en Historia. Aficionado a la Filosofía y a la Física cuántica. Político, socialista y montañero.