El fraude de las neodemocracias
- Escrito por Alberto Vila
- Publicado en Tribuna Libre
“Ningún hombre es demasiado bueno para gobernar a otro sin su consentimiento.”
Abraham Lincoln
Erase un país que se autodenominaba democracia. Pero era un sistema imposible. Un oximorón. Como, en su tiempo, lo fue la República Democrática de Alemania. Parecía blindado por los oligopolios que habían crecido a su amparo, la religión dominante que le ofrecía la legitimación divina, y el ejército para disuadir a los reacios a comprender las reglas del juego. Todos mantenían el modelo, todos dirigidos por la monarquía. Se mantenía una capa de opacidad sobre el modelo. La opinión Pública creía estar en democracia.
La neodemocracia, o neodictadura democrática, es básicamente un sistema democrático liberal, para más precisiones, neoliberal, defensor del antiguo sistema de privilegios, gobernado por un par de partidos políticos con gran intolerancia al acceso de nuevas opciones, que son sustentados por una mayoría fiel a su presunta ideología, y que han alcanzado el poder de modo alternativo, de forma aparentemente democrática.
Así, sus dos objetivos estratégicos son: la instauración de su aparente ideología antagónica en una sociedad con atrezzo democrático, y la pervivencia del sistema bipartito continuadamente en el poder a toda costa. La primera, cumpliendo con la legalidad que se construya en el propio sistema democrático, y la segunda, considerando la política como un fin en sí mismo y no como un medio para lograr el bienestar y el desarrollo individual y social.
El gran objetivo del bipartito neodemocrático es qué, del total de ciudadanos con derecho a voto, se consiga alrededor de un veinticinco por cien de votantes cautivos incondicionales a los valores y creencias esenciales de cada partido alternativamente. Esto es, porque con ese porcentaje puede alcanzarse fácilmente la mayoría absoluta, o casi absoluta en unas elecciones donde generalmente no votan todos los convocados, y por ende, conseguir el poder cuasi totalitario en una sociedad democrática.
Estos jugadores se autoprotegían unos a otros. También implantaban un método de autorepresentación endogámico, enriquecido de tanto en tanto por algunos nuevos integrantes que “habían comprendido” el modelo. Regeneración restringida. Sin embargo, pese a esas garantías, nada hubiese podido legitimar al modelo sin contar con una legalidad a medida. Esta se derivaba de un sistema básicamente bipartidista que resultaba tranquilizador a los jugadores. Esa legalidad se fue construyendo a lo largo de los años, con el único fin de preservar los privilegios de los jugadores. De hecho, el Poder Legislativo se empeñó en la tarea de aportar las normas que así hiciesen posible la consolidación del sistema. Los compromisos electorales eran lo de menos. El bipartidismo era perfecto.
En los momentos críticos siempre se apelaba a la “razón de Estado”, otro eufemismo necesario. El país pudo canalizar las tensiones propias de las crisis de recursos, alimenticios, energéticos y financieros, que se produjeron a lo largo de las décadas ochenta, noventa y primeros diez años del presente siglo. Hacían recaer la carga sobre los sectores más vulnerables, con el aval de una resignación que la religión dominante impartía.
El modelo se apoyaba también en el control de la Opinión Publicada. Herramienta básica para canalizar el descontento, y redirigir la energía, que las frustraciones derivadas de la propia injusticia del modelo producían. La gestión de la culpa siempre dio frutos a los sistemas autoritarios. De ese modo desalentaban la movilización ciudadana.
En ese Estado su Banco Central condenaba la subida de las pensiones y SMI y defendía la injusta reforma laboral, tanto como las privatizaciones y los negocios de los fondos buitre. Según todas las apariencias, parecía ser un brazo ejecutor de la patronal empresaria y los oligopolios. Así, su fin quedó desvirtuado por los escándalos financieros de estos últimos 40 años. La legalidad vigente hizo posible que los jugadores siguiesen controlando al país con el respaldo del Poder Judicial. La capacidad disuasoria de las Fuerzas Armadas y el tácito aval de la monarquía. Sumemos a la cúpula católica, también omnipresente. La Transición lo llamaron.
Este país disfrutaba en realidad de una merecida neodemocracia. Se lo merecía aún dentro de una degradación de las condiciones de vida de sus ciudadanos. Todo parecía bajo control. Me pregunto si permitirás que siga así. Porque si los ciudadanos no descubren en qué sistema viven es que lo merecen.
Reflexione.
Alberto Vila
Economista y analista político, experto en comunicación institucional.