Gran revuelo en tertulias y escenarios de reflexión, periódicos y audiovisuales. La amnistía crece y ensancha como posibilidad. Lo que supondría que el sistema debería digerir la crisis de 2017, el procés, como una ingesta más o menos pesada, pero convertida en bolo alimenticio y transformada para su exposición como tratamiento con los modos y maneras de una democracia sana y madura. Las circunstancias excepcionales que han mezclado la idea de la amnistía con la investidura y la presencia necesaria de Puigdemont para este paso procesional tan estelar la han diferenciado de los indultos de 2021.
Aquellos indultos, con el vicepresidente Junqueras por medio como figura más representativa del gobierno catalán, supusieron una digestión plácida para el gobierno de Sánchez y no hubo retorcimientos institucionales. Por mucho que los expertos se esfuercen en separar las calidades del indulto y de la amnistía, es la esencia de perdón lo que se ventila. Es decir, si los sucesos del otoño de 2017 son o no perdonables. La cayena que se añade a este plato tiene un poder especial para girar el sabor de la receta. Se trata del ex president Puigdemont, quien ha interiorizado como nadie la respuesta al Estado español para la nervatura química del nacionalismo hispano. Nadie como el gerundense ha desplantado tanto y tan bien a las instituciones.
Con la ayuda de sus asesores jurídicos de notable solvencia ha ido sorteando cuantos obstáculos se presentaban para no ser detenido y devuelto a la maquinaria judicial, con la convicción de sus posibilidades para resultar ileso judicialmente de la batalla emprendida en 2017. La desenvoltura con que se presentó primero ante la vicepresidenta Díaz y con motivo de la delineación pública de su posición en el hotel de Bruselas ayuda a suponer en el depuesto presidente catalán una seguridad poco quebrantable ante una situación en la que se presenta como decisivo para la investidura de Sánchez o la vuelta las urnas.
Ha sometido las bravuconadas estériles y únicamente ha depositado públicamente sus bazas en la interesantísima ocasión que siempre hubo imaginado. Las tranquilidades necesarias y proporcionadas por Sánchez y Puigdemont para la convivencia imprescindible tienen que salir a la luz muy en breve, quizá antes de la fecha de inicio de la investidura de Feijóo, sobre la que se ciernen todas las probabilidades de fracaso. La opinión pública siempre mantiene unos recursos de lucidez con los que es capaz de detectar los falsos impulsos de la historia. He ahí el caso de las elecciones de julio en las que se dibujaba un edificio de seguridad que no fue compasivo con la realidad subterránea que se estaba fraguando sin ruido ni luz.
Ernesto Sabato, en “La Resistencia” (Seix Barral, 2021), dice que “la llamada opinión pública es la suma de lo que se les ocurre a los que, en esos minutos, pasan ocasionalmente por la esquina elegida”. Si se produce un acuerdo que levante parecidas reacciones a las suscitadas en junio de 2021, con el indulto como noticia, se acallaría por mucho tiempo el metacontenido obligatorio de campañas electorales que sustenta el universo narrativo de los programas conservadores. La amnistía se presentaría como una solución tajante y generosa del Estado para doblar las disputas y los enconos.
Esta magnanimidad, aunque se exteriorice como la punta visible del problema, en realidad cerraría los quebrantos de las cárceles y las condenas económicas por una actuación, la del otoño de 2017, que no produjo más que distancias, que con esta etapa potencial de comprensión podría culminar sin trauma de la mano de la política obviando la intervención judicial. Naturalmente, las reacciones de quienes sentenciaron, los jueces del Tribunal Supremo, no se habrán de contar entre las entusiastas porque interpretaron y trabajaron en un sentido alejado de la opción política.
El sentido de la adivinada oposición (PP y Vox, si se impone la investidura de Sánchez) es de suponer que se adentraría en los terrenos viscerales del exceso y la tempestad, con la amenaza de ruptura del cuerpo y el alma españoles. Pero estas vías vienen demostrando que son generadoras de pequeños sustos que terminan por elegir caminos más de cercanía al mundo real que prefiere calma en lugar de estruendo, en la línea marcada por el sabio Sabato.
Y en el seno de la izquierda, tantas veces reclamada por Feijóo, a la que llama la “izquierda buena”, habitan personas con un grave problema de acierto en la colocación de los agentes en la historia. Es el caso de Felipe González y Alfonso Guerra, a quienes les vendría muy bien aquello que dijo Enrique Gómez Carrillo a su compatriota Rubén Darío, “yo tengo orgullo, usted vanidad”. El ajuste de González en la historia le está produciendo a sí mismo ingentes problemas de ubicación y medida del tiempo.
Él cree que su participación en el momento político de la transición le concede un plus de ventaja en sus elecciones y designios. Que no fue lo que sucedió con la aparición de Sánchez en el liderazgo del partido socialista, que nació sin la unción del tantas veces respetado González. Todo lo que hizo, pensó y acordó Sánchez ha gozado de la disconformidad del sevillano desde aquel entonces. Tanto es así que hubo coincidencia sobrada sobre Sánchez entre Felipe y César Alierta durante tiempo prolongado.
No es cosa distinta lo que le sucede a Alfonso Guerra, a Joaquín Leguina, a César Antonio Molina, a Emiliano García Page, a Javier Lambán. Todos ellos tienen dificultades para, como ha confesado González, el tiempo electoral y dudan a la hora de votar al PSOE casi tanto como dudan si votan o no al PP. Afortunadamente, el voto secreto es tan constitucional como, al parecer, la prohibición de la amnistía.