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Juan Antonio Tirado

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.

Los días y las noches

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

Esta historia sin historia sucede en la madrugada de un día cualquiera. Del mes pasado, de hace dos años o de ayer mismo. Estamos en los vastos países, en los hondos abismo del sueño y los sueños, donde a veces una ráfaga de viento helado rompe la noche De repente, suena el teléfono. Me asalta un temor difuso, una suerte de escalofrío que sabe a presagio.

Cuidado con los pobres

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

Internet ha hecho el mundo instantáneo, pero hubo un tiempo no tan lejano, moderno o posmoderno, en que las cosas tenían otro ritmo y las novedades que sucedían en Japón o en Estados Unidos iban llegando con una cierta cadencia de cuentagotas, de manera que uno se extrañaba y disfrutaba con las noticias que nos traían los exploradores de esos mundos todavía singulares. Había gente que viajaba más, que tenía mejor olfato para captar e interpretar la realidad cambiante y plasmaba en sus textos las claves de otros mundos que todavía no eran exactamente el nuestro, pero que acabarían siéndolo. Entre esos exégetas y aventureros del periodismo y la sociología no conozco a ninguno que haya brillado con la intensidad y la sutileza de Vicente Verdú. Se nos fue hace unos años ese alicantino amable y de ingenio penetrante que escrutaba los rasgos de la vida norteamericana con la misma elegancia y naturalidad con las que trazaba una epistemología del fútbol o fijaba la historia de los wáteres, desde la antigua Roma al Londres victoriano. Entre estos comentaristas agudos figura Gonzalo Ugidos, a quien he tenido la suerte de conocer (fue director mío en la revista “Cómplice”) y tratar, no tanto como me hubiera gustado, pero lo suficiente como para degustar su fineza periodística y su prosa sugestiva.

En París con mi hermano

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

La aldea global es un globo hinchado de bagatelas. La realidad es infinita y no cabe en un folleto, en una página web o en los tomos de una enciclopedia. Un país es una sustancia en movimiento, un conjunto multiforme y sorprendente. Cualquier lugar del mundo es una mirada, una visión, una intuición y una larga paciencia. Hace el turista sus maletas, vuela durante horas por un cielo igual a todos los cielos, aterriza en tierra extraña, despliega sus mapas, sus libretos de trotamundos, abre los oídos al guía local que le cuenta las peculiaridades del país. Está en Japón, como podría estar en Praga o en Kenia. El mundo es ancho y ajeno. Las costumbres y los modos de vivir son impenetrables para quien sólo va a permanecer unos días en suelo lejano y ha de moverse a ritmo apresurado para no perderse ninguna de las maravillas del lugar.

Mis conversaciones filosóficas por WhatsApp

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

(Diálogo mantenido el miércoles con mi primo Juan Ramón Tirado Rozúa, profesor de Filosofía en un instituto de Málaga. Empiezo yo: el burro, y lo pongo a él en negritas).

Sobre fútbol y pícaros

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El fútbol es un deporte que se juega con los pies y en el que las manos son fuente constante de problemas, sobre todo desde que el VAR alimenta las polémicas de los bares. De cabeza algunos jugadores van muy bien; eso sí, no recuerdo a nadie que jugara casi en exclusiva con ella, salvo Santillana, delantero centro del Real Madrid. Aquel 9 cántabro era un espectáculo con sus saltos inverosímiles y sus testarazos prodigiosos. Luego no faltan las cabezas pensantes, que segregan su filosofía en torno a las cosas del balompié. Ninguna tan perdurable en su pensamiento como la del serbio Vujadin Boskov, a quien debemos el sintagma “fútbol es fútbol”. Pero no es la única expresión feliz de aquel talento eslavo. A él se le ocurrió también la frase: “El fútbol es imprevisible, porque todos los partidos empiezan empate a cero”. Axioma irrefutable, como este otro regate mental de su factoría: “Ganar es mejor que empatar y empatar, mejor que perder”. A su lado, la filosofía de Valdano, el teórico del miedo escénico, suena refinada. Creo que es del retórico argentino la frase “el futbol es la cosa más importante entre las cosas menos importantes”, aunque otros se la atribuyen a Arrigo Sacci. En esa línea del fútbol como cuestión existencial quizá convenga recordar a aquel entrenador del Liverpool, Bill Shankly, que comentó que “algunos creen que el fútbol es una cuestión de vida o muerte, pero es algo mucho más importante que eso”. El escritor uruguayo Eduardo Galeano aseguró: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol”. Y, en fin, el premio Nobel Albert Camus, que jugó de niño como portero, escribió: “Pronto aprendí que la pelota no siempre viene por donde se espera. Eso me ayudó mucho en la vida, sobre todo en las grandes ciudades, donde la gente no suele ser siempre recta”.

María Zambrano: pensar a fuego lento

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A la altura de los años treinta del siglo XX, en un momento de esplendor y de esperanza, que era también espejismo, España estuvo a un paso de engancharse al tren de la imprecisa y evanescente modernidad. Descarriló el tren, se rompió el cántaro de la lechera republicana, llegó el as de bastos y mandó callar. Se había acabado a hostias un cuento que tendría que haber terminado bien. Los bastonazos del general de la baraja produjeron la desbandada de una promoción de intelectuales de enorme categoría: Antonio Machado, Max Aub, Ramón J Sender, Rosa Chacel, Francisco Ayala, María Teresa León, Rafael Alberti, Luis Buñuel, Clara Campoamor, Luis de Falla, Margarita Xirgu, Picasso, Luis Cernuda, Juan Ramón Jiménez, Elena Fortún, Severo Ochoa, Arturo Barea…

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El taxista que no leía a Luis Rosales

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El poeta Luis Rosales tenía cara de mula granaína y una mueca bañada en alcohol amargo y fatalismo resignado. Dijo en verso: “Yo que no me equivoqué nunca sino en las cosas que más quería”, sentencia tan afortunada como trágica. Tal vez toda existencia sea un sucederse de yerros en lo que de verdad importa. “Me gusta recordar que he nacido en Granada”, escribió. Sí, en 1910. Ese mismo año nacía en Orihuela Miguel Hernández. Luis Rosales, perdedor de las guerras que ganó, “señor de idiomas” lo llamó Neruda, es uno de los más grandes poetas españoles en un siglo rebosante de magníficos poetas. Profundo y taciturno, amargo, sereno, callado a gritos, andaluz raro, venía de los clásicos: de Manrique, de Garcilaso, y en la proximidad de los del 27: Cernuda, Alberti, Dámaso; amigo/hermano de generación de Leopoldo Panero y Luis Felipe Vivanco, en diálogo permanente con don Antonio Machado. Con Lorca se le fue mucho más que un amigo. El asesinato en Fuentevaqueros de Federico es una sombra, no una mancha, que pone una raya de congoja, con frecuencia barnizada de infamia, en su chaqueta grande de hombre triste.

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El humorista Juan Carlos Ortega y la bofetada de Will Smith

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El joven Ortega es un niño encerrado con un único juguete: la radio. Es un humorista filósofo, un tipo entrañable y torrencial, atravesado por una pasión incurable. Juan Carlos Ortega, medio siglo largo de biografía, ha amado tanto a las voces señeras de las ondas, le habría gustado tanto ser una de ellas, que a golpe de inspiración, imitación e ingenio se ha convertido en un clásico contemporáneo. No se parece a ningún compañero de oficio humorístico, pues, aunque ha trabajado en televisión, con Sardá y con Buenafuente, entre otros, y actúa en teatros, su humorismo es de tema y facturación casi exclusivamente radiofónicos. Tampoco se parece a nadie de la radio, ya que aunque está perfectamente dotado para hacer radio convencional (creo que es la que más le gusta y empieza a hacerla a su manera) cultiva el oficio desde la parodia. En algún momento pensé que se le iba a agotar la fuente, que se quedaría sin ideas, que su comparecencia continua en el aire forzosamente embarrancaría en un cauce seco, pero el río Ortega se alimenta de múltiples afluentes y no corre riesgo de que se le acabe el caudal.

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¡No sabe Dios la hora que es!

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El tiempo. Hay coleccionistas de horas muertas que las pegan en el álbum morado de la nostalgia. Hay derrochadores de tiempo, jóvenes y arrogantes millonarios que un día van a cobrar un talón en el espejo del baño y se encuentran con lo que ayer era oro convertido en nieve. Los muchachos del acné febril son, a la vuelta de la esquina de los años, maduros caballeros de la edad cansada.

Don Quijote de la Marcha

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Elvis movía la pelvis y se retorcía con furor de joven que aspiraba a comerse crudo el mundo (el mundo terminó engulléndolo y confiriéndole estatus de estrella inmortal), mientras que Miguel Ríos, que en su prehistoria fue Mike, ha movido todo el cuerpo con energía de superdotado durante sesenta años de carretera y soledad de artista rodeado de músicos. En el escenario, Miguel es un tipo que se vuelve loco, un ser eléctrico, un híbrido entre un ser espacial y un muchacho tímido de Granada, que durante varias horas se torna un superhombre. En los 80, felices y lejanos, o quizá felices por lejanos, Miguel fue muchas veces don Quijote de la Marcha, con guitarra en vez de lanza, siempre por caminos polvorientos, a veces equivocados, con el alma de adolescente dibujada en su rostro. Antes había tenido sus días de espinas, de drogas y derrotas, pero no perdió el encanto de muchacho dulcemente fiero, con su mirada limpia y contagiosa.

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El mundo de ayer

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Llegué a Madrid en 1979 para estudiar periodismo. Venía siguiendo el perfume del esplín de Madrid umbraliano, todavía no conocía el original, el que había destilado en París, un siglo antes, Baudelaire. Mis primeros afanes se incubaron en las paredes frías y desangeladas de una pensión cutre del centro de la capital, en la que conocí a Luis, un falangista templado y enrolado en la democracia, creo que zamorano, o leonés, realista y asombrado ante mis cándidas mitologías literarias. Él estudiaba biología y era un lector inconstante y desmayado. Fue la primera persona a quien oí hablar de Stefan Zweig. Lo hacía con entusiasmo, hasta el punto de que mi lejano compañero de pensión parecía lector de un solo escritor. Como quiera que yo no tenía en demasiada consideración su cultura literaria, no le eché más cuentas, aunque el nombre del escritor austriaco se me quedó en la memoria. Con el tiempo fui viendo libros suyos en las librerías y constaté que era autor de fuste, aunque no figuraba en los programas de estudios de Literatura Contemporánea.

Nostalgia de Gorbachov

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Cuando estuve con María en Rusia en 2005, unas vacaciones en tren entre San Petersburgo y Moscú, teníamos el capricho de traernos una matrioskha política en la que la muñeca grande fuera la de Gorbachov; luego, ya nos daba igual como estuvieran barajadas las otras muñequitas con líderes históricos rusos. La buscamos en pueblos y ciudades por los que pasaba el tren, llenos todos de souvenirs, en la monumental Leningrado y en Moscú. Vano empeño.

Los espectáculos de la política

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La de político es una profesión con mala fama, al punto de que en el imaginario colectivo figura como un dechado de lo peor. Lo de ser político es el colmo. Y la cosa no es moda ni acuñación reciente, ya Franco decía, en otro colmo, el del cinismo: “Haga usted como yo, no se meta en política”. Pero, en fin, en aquellos tiempos oscuros meterse en política era hacer oposiciones para que te metieran en la cárcel y te mataran a palos. De la Transición a este punto Covid de la historia, casi nunca ha sido buena la fama de que han gozado los políticos. Suárez, convertido hoy en moneda mítica y santo laico, fue vapuleado y llevado al calvario con su correspondiente cruz, y eso por citar al mejor de la tribu. Con todo, tenemos la idea de que en política cualquier tiempo pasado fue mejor, y cuanto más pasado “más mejor”. No es fácil dilucidar tal cuestión, pero probablemente sea un error de perspectiva, en todo caso, cada época tiene los políticos que se merece; en eso estoy con Ortega y Gasset quien decía que los políticos no vienen de Marte.

El hijo de Greta Garbo

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Francisco Alejandro Pérez Martínez tuvo una vida rica en novelerías, cuyo material no le valió para ninguno de sus libros. Francisco Alejandro Pérez, etc, conocido en el siglo como Umbral, fue una paradoja en carne viva, en carne mortal y rosa, como lo prueba el hecho de que su prolífica obra literaria, más de cien libros, fuera una continua indagación sobre el yo, pero no para contarse y descubrirse a través de la prosa, sino para esconderse y ovillarse en un último y secreto rincón. Detrás de su imagen romántica de escritor desusado, con melena al viento y bufanda roja o blanca, según las temporadas, de voz impostada y estudiados ademanes a contratiempo, Umbral escondía la vergüenza del niño nacido en la inclusa, criado lejos de los pechos de su madre, sin padre conocido; el adolescente amparado o desamparado en la calle, más allá de las aulas de la escuela, que apenas pisó; el chaval de 14 años que encontró trabajo (gracias a la influencia de su padre oficialmente inexistente) en una oficina del Banco Central de Valladolid.Umbral fue el niño que hasta los nueve o diez años creyó que su madre, Ana María Pérez Martínez, era su tía, el que siendo todavía un muchacho vio como aquella mujer, quizá su único asidero, moría de tuberculosis. Fue el que muchos años después compuso una novela tan bella como fabulada y mitificadora sobre ella, titulada El hijo de Greta Garbo. A aquel hombre todavía le quedaba por pasar el trago más amargo rondando los cuarenta años, la muerte de su hijo Pincho, de cinco, víctima de la leucemia. De esa fuente de dolor sin paliativos surgiría su gran libro, Mortal y rosa, el texto que desmiente al Umbral frívolo e insolente, el que fija al prosista intenso y profundo.