Lo que guardaba en mi cuaderno rosa
Tengo un cuaderno rosa que es como un baúl de las ideas en el que voy echando lo que me pasa por la cabeza, con la esperanza de que en algún momento me sirva para componer un artículo, una conferencia, algo. Voy emborronando mi cuaderno de cosas, chispazos, ocurrencias, gracias, y rara vez lo miro, porque ando hipnotizado por la actualidad; o se me despista y entonces lamento el gran caudal de inspiración perdido, y suspiro por esa libreta de las maravillas en la que vive en estado puro mi ingenio, hasta que un día la encuentro, ¡oh prodigio!, busco anhelante entre sus hojas y lo que descubro vale menos que nada. Ese día es hoy y confieso que hasta hace un momento estaba eufórico con el hallazgo. Ah, pero todo era un espejismo, en el cuaderno descarriado no había material siquiera para un torpe párrafo. ¡Cuánto mejor hubiera sido no encontrarlo y seguir fantaseando con el depósito de talento extraviado! No hay tal, me sucede como a aquellos escritores de la época franquista que crearon una mitología respecto a las obras guardadas en los cajones, un boom extraordinario que afloraría tan pronto como cayera la dictadura. En ese engaño estuvieron muchos, críticos incluidos, pero, sobre todo, de esa superchería fueron víctimas los propios autores, convencidos de guardar en secreto grandes obras. Luego, se murió el difunto que nunca acababa de morirse, o sea, Franco, y en los cajones no había nada. Por el camino se había quedado toda una generación, teatral especialmente, unos dramaturgos que mantenían la categoría de promesas a los sesenta años.
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