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Juan Antonio Tirado

Juan Antonio Tirado, malagueño de la cosecha del 61, escribe en los periódicos desde antes de alcanzar la mayoría de edad, pero su vida profesional ha estado ligada especialmente a la radio y la televisión: primero en Radiocadena Española en Valladolid, y luego en Radio Nacional en Madrid. Desde 1998 forma parte de la plantilla de periodistas del programa de TVE “Informe Semanal”. Es autor de los libros “Lo tuyo no tiene nombre”, “Las noticias en el espejo” y “Siete caras de la Transición”. Aparte de la literatura, su afición más confesable es también una pasión: el Atlético de Madrid.

Lo que guardaba en mi cuaderno rosa

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Tengo un cuaderno rosa que es como un baúl de las ideas en el que voy echando lo que me pasa por la cabeza, con la esperanza de que en algún momento me sirva para componer un artículo, una conferencia, algo. Voy emborronando mi cuaderno de cosas, chispazos, ocurrencias, gracias, y rara vez lo miro, porque ando hipnotizado por la actualidad; o se me despista y entonces lamento el gran caudal de inspiración perdido, y suspiro por esa libreta de las maravillas en la que vive en estado puro mi ingenio, hasta que un día la encuentro, ¡oh prodigio!, busco anhelante entre sus hojas y lo que descubro vale menos que nada. Ese día es hoy y confieso que hasta hace un momento estaba eufórico con el hallazgo. Ah, pero todo era un espejismo, en el cuaderno descarriado no había material siquiera para un torpe párrafo. ¡Cuánto mejor hubiera sido no encontrarlo y seguir fantaseando con el depósito de talento extraviado! No hay tal, me sucede como a aquellos escritores de la época franquista que crearon una mitología respecto a las obras guardadas en los cajones, un boom extraordinario que afloraría tan pronto como cayera la dictadura. En ese engaño estuvieron muchos, críticos incluidos, pero, sobre todo, de esa superchería fueron víctimas los propios autores, convencidos de guardar en secreto grandes obras. Luego, se murió el difunto que nunca acababa de morirse, o sea, Franco, y en los cajones no había nada. Por el camino se había quedado toda una generación, teatral especialmente, unos dramaturgos que mantenían la categoría de promesas a los sesenta años.

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Jardiel Poncela se escribe con jota

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Decía Jardiel Poncela que hay dos maneras de ser feliz: la primera, hacerse el tonto, la segunda, serlo. La más segura es la segunda. Nada garantiza tanto un cierto grado de felicidad, como poseer un nivel estimable de tontería. Jardiel no fue feliz nunca, o casi nunca: le faltaban condiciones naturales para ello. El escritor fue un convaleciente perpetuo de su ingenio, de su espontáneo modo de ver el lado inverosímil de las cosas, con una inteligencia aguda que no estaba hecha para penetrar en el costado analítico de la realidad, sino para la invención de una realidad distinta.

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Sabina, ¡cuidado con la nicotina!

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Escribo el artículo mientras escucho a Pablo Milanés, en Youtube, dorando la tarde de este otoño con colores de invierno. Leyenda trovera en mi corazón, tan sesenta, al que le sobresaltan las muertes de gente que forma parte de mi mester de fantasía. Con Milanés empiezan a irse los cantautores y hay que tener cuidado, porque la muerte, cuando abre brecha, se vuelve avariciosa. Con Pablo pisé las calles nuevamente de lo que fue Santiago ensangrentado, y vine del desierto calcinante, y evoqué a mis hermanos que murieron antes. Eternamente, Yolanda, etc. Milanés sigue sonando en mi gramófono en red, pero hoy vengo a este rincón digital tan coqueto a hablar sobre Joaquín Sabina, sobre el que acaba de estrenarse, con éxito, la película documental “Sintiéndolo mucho”, dirigida por Fernando León de Aranoa. Según me comenta mi amigo Pepe Guerrero, cinéfilo sin interrupción desde nuestra remota adolescencia, la peli ha gustado a la crítica, menos a Elsa Fernández-Santos, en “El País”, a la que le ha gustado entre poco y nada. Okey. Voy a mi Sabina y al de Pepe Guerrero.

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La clavícula roja de Marta Sanz

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En España, si lo que se pretende es vivir de la literatura, estamos ante una misión (casi) imposible, siempre que se trabaje con materiales específicamente literarios. Es tanto como aventurarse a un viaje abismal donde el hambre pierde elegante y ramonianamente la hache. Otra cosa es vivirse con la literatura y para ella. Incluso los autores de éxito precisan abastecerse en los alrededores de la creación: periódicos, conferencias… Entre quienes se viven literariamente tenemos hoy en España pocos escritores(as) tan vocacionalmente entregados a su oficio, tan arriesgados, tan aventureros del lenguaje como Marta Sanz. Por su ambición recuerda empeños de largo alcance como los de Martín Santos, Miguel Espinosa o su admirado Rafael Chirbes. A Marta le gusta escribirse y escribir en cueros, a cuerpo limpio, en un ejercicio fascinante, y también peligroso, donde no esconde sus miedos ni su dolor y enseña las cartas como una maga que se sincera y hace trampas, que en eso consiste el fabuloso mundo de la literatura.

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Salvador Pániker y las entrevistas

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Principio de Pániker para las entrevistas de prensa: “Toda persona entrevistada acaba reducida a los límites mentales de su entrevistador”. La regla de Salvador Pániker es cierta, aunque deja ver que él se creía más inteligente que sus entrevistadores. En su caso podía ser cierto, pero no vale como ley universal. Yo, sin buscar más allá, en mi juventud afanosa y narcisa, entrevisté a algunos tipos, futbolistas por ejemplo, cuyas palabras vertidas en prensa no reducían el límite mental del jugador sino que lo ampliaban hasta el mío. Es verdad que caigo en lo mismo que señalo de Pániker, en creerme más listo que los otros. Será, supongo, condición indispensable para establecer una regla. Nadie formula una teoría para demostrar que es más tonto que los demás. Recuerdo a un entrenador que tuvo el C.D. Málaga, Antonio Benítez, cuando yo era joven, indocumentado y barroco. Por entonces, me dedicaba al seguimiento deportivo en las páginas de la edición malagueña de  “Diario 16”. Benítez le comentó a Juan Antonio Morgado, un compañero del  diario “SUR”, que cuando yo le entrevistaba él hablaba de una manera que ni él mismo se enteraba de lo que decía. Vemos que la ley de Pániker se cumple, lo único es que conviene reformularla: “Toda persona entrevistada acaba trasladada (reducida o aumentada) a los límites mentales y verbales del entrevistador”.

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Pepe Hierro y mi primer móvil

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La tarde en que se murió Pepe Hierro, diciembre más que mediado de 2002, yo me había ido al Vicente Calderón a ver a mi equipo, que jugaba con el Racing de Santander. Entre santanderino y madrileño era el poeta de Tierra sin nosotros. Yo había llegado al estadio del Manzanares a las seis menos cuarto, quince minutos antes de que echara a rodar el balón. Apenas había fijado el culo en la grada cuando por los altavoces del campo escuché lo que jamás habría sospechado: mi nombre. Juan Antonio Tirado Ruiz y tal y cual. Tengo que constatar lo que dicen los malos periodistas, que la sensación fue indescriptible.

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Mayorga o la pasión por el teatro

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Desde que llegué a Madrid, hace 43 años, he sido espectador habitual y apasionado del teatro, ese arte, que según definición genial de Jorge Luis Borges, consiste en que el actor finge que es otro, en tanto el público finge que se lo cree. Un pacto de fingidores que permite al autor sacar a escena los grandes asuntos del corazón humano. Hace tiempo que no se escucha esa cantinela, mantra dicen ahora, de que el teatro está en crisis. Para nada, salvo que tomemos el término crisis en su sentido etimológico y lo entendamos como análisis y cambio profundo. Entonces, sí, entonces el teatro es el arte de la crisis permanente desde hace 25 siglos largos, desde que Esquilo estrenó “Los persas” en Atenas. ¡Qué noche la de aquel día!

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Elogio (relativo) de la brevedad

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Escribir columnas no es un placer inigualable, ni indescriptible, pero sí una tarea gratificante. No hay que sudar la gota gorda para componerlas, aunque la pantalla en blanco es con frecuencia un fastidio y una situación embarazosa de la que uno no sabe muy bien como salir. Lo malo, claro, no es tanto tener en blanco la pantalla cuanto la mente, pero, aun así, uno puede tener una idea más o menos buena para redactar un artículo y que después no le combinen bien las palabras.

El corazón de la fábula

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

En el centro del bosque, laberinto verde lo llaman otros, se esconde la verdad de la fábula. Cualquier intento de escritura fundada es también fundacional y solo puede plantearse como un viaje al corazón de la belleza, el amor y el apabullante horror. Para penetrar en el centro de la fábula hay que desnudarse y moverse sin armar ruido. Ningún escándalo tan reprobable como el que forman las palabras al incorporarse a la frase. Si no quiere frustrar el viaje, el aventurero deberá dejar a la entrada su equipaje retórico. Cada cual debe penetrar en el tupido bosque con su propio estilo. No confunda el viajero los términos. Cuando se alude a la necesidad de desproveerse de elementos retóricos, lo que en realidad se quiere advertir es que no sirven los instrumentos de comunicación viejos; sin embargo, el hombre sólo lo es en cuanto animal simbólico y sintáctico, en tanto fundador de sucesivas gramáticas. De ahí que tendrá que inventar una nueva Retórica y valerse de ella para adentrarse en la maraña arbolada. En el corazón del bosque viven en estado puro el mal y el bien, las sombras que pintara Conrad y las luces dejadas por poetas, como aquel que miró la noche estrellada y vio tiritar, azules, los astros a lo lejos. ¿Alguno más enamorado que quien dijo que no quería islas, palacios, torres, pues no hallaba alegría más grande que vivir en los pronombres? En el centro del bosque se encuentra la serpiente, armada con un hacha que mueve a espanto. A su lado, brota la amorosa fuente de la vida: saltos de agua, cascadas como corazonadas, almendros que tocan al piano una pieza de Chopin, besos que vuelan. El mal y el bien, juntos, en permanente contienda, en encantada y enconada lucha.

Ahora que se ha muerto el loco

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

De aquel tiempo va quedando sobre todo el recuerdo extrañado de quienes lo vivimos. Los ochenta son ya una dictadura del calendario (40 años). En la memoria a veces hace frío, aunque también hay muchas luces, y quimeras, y cubatas, y en las radios, cuando rompía la medianoche, se asomaba desde el lorquiano Guadalquivir de las estrellas un locutor de verbo caliente y claro llamado Jesús Quintero. Fue, en sus inicios, una voz clásica de la Radio Nacional de España de los sesenta/setenta, que había empezado en el teatro, como actor. Nació en San Juan del Puerto en 1940 y fue un andaluz de vocación marcadamente sevillana.

La tristeza del domingo

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

Hubo un tiempo, entre mediados los ochenta y los primeros noventa, en que me aficioné a las llamadas revistas femeninas, no las del corazón, sino las destinadas preferentemente a mujeres profesional y culturalmente bien situadas: “Dunia”, “Elle”, “Vogue”, “Cómplice” .… revistas que leían también con gusto hombres como Vicente Verdú, Iñaki Gabilondo, Muñoz Molina, o yo mismo. Preciosos y abultados papeles, con mucho color, moda, publicidad de bella factura y unas páginas de exquisita prosa. Al menos entonces, ahora he perdido la costumbre de leerlas, no se escribía con tanta calidad de página en ninguna publicación periódica, salvando, quizás, los deportes de los lunes de “El País”, que eran el verdadero suplemento literario de ese periódico, y no “Babelia”. Pero, a lo que iba, la prensa femenina, escrita por mujeres y por hombres, era un destilado de prosa musical, bien timbrada, rítmica, intencionada y con gracia. De manera que yo solía ojear atentamente esas publicaciones en el VIP´S y luego me compraba de vez en cuando “Dunia”, que era la reina del sector. Durante años estuvo dirigida por María Eugenia Alberti, un mito de ese tipo de publicaciones, una aristócrata del periodismo, equiparable a lo que han sido Cebrián o Pedro J Ramírez en la dirección de diarios. Así que de tanto ver esos papeles me propuse escribir en ellos. Preparé un artículo reportajeado que titulé “La tristeza del domingo” y lo envié a “Dunia”. Pasaron varios meses, María Eugenia fue sustituida en la dirección de la revista y un día me llamaron de parte de la nueva directora, Sarah Gladstein, para decirme que les había gustado mi artículo y que lo iban a publicar como tema de portada. A partir de ahí empecé una fructífera etapa de colaborador.

Las rubias del verano

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

Ahora que nos hemos quedado sin verano quiero hablar del verano. Y de las rubias. Es verdad que las rubias triunfan en todas las estaciones, pero es en verano cuando explotan como objetos de deseo. En agosto se cumplieron sesenta años de la muerte en extrañas circunstancias de la rubia más fantasiosa del cine, Norma Jean Mortenson, Marilyn Monroe para la eternidad. Evocaré también en esta hora del temprano otoño a la sublime Grace Kelly, de cuya muerte en la carretera han pasado cuarenta años: Grace era la reina de todas las rubias que en nuestras quimeras han sido, princesa de la promiscuidad entendida como sal de la vida. Contaba Gary Cooper que la Kelly era fría como un témpano, pero tan pronto como “la desnudabas se volvía un volcán”. El cine ha dado rubias formidables, y la propia naturaleza no se cansa de producirlas en toda su hermosura, variedad y esplendor. Mi amigo Jesús Nieto Jurado, que es un columnista joven y de un talento arrollador, publicó hace unos años una novela muy cinematográfica titulada “El año de la rubia”. Aquella rubia era la de sus sueños húmedos de veinteañero, modelados con una prosa proustiana y un toque de elegante umbralismo. Con todo, yo no he venido hoy a este rincón señorito de “El Obrero” a hablar de rubias de carne y hueso, ni de rubias de encarnadura literaria y cinematográfica, o no he venido solo a eso, o no a eso de manera prioritaria, sino a dilucidar sobre otras rubias más populares, al alcance de todos los paladares, rubias que celebran ellas y ellos, aunque parece, sin necesidad de hacer una cala sociológica, que son los varones los que más las consumen. Algunos se delatan con sus imponentes barrigas, pese a que dice mi amigo José Luis Ramírez, el mayor sabio en estos asuntos que conozco, que es una leyenda urbana eso de que la cerveza engorda, que lo que engorda son las tapas que se toman de acompañamiento. La idea de este artículo me vino de la abrumadora cantidad de memes que me han llegado este verano enalteciendo la cerveza cual delicia limítrofe con el séptimo cielo: una verdadera invasión. En mi caso, los chistes de WhatsApp me los han enviado casi todos hombres, lo que me hace pensar en un sesgo de género en la pasión por este tipo de rubias.

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Javier Marías y la cama de Azorín

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Cuando alguien importante se muere, le echamos encima miles de palabras elogiosas y después llega el enterrador y pone las cosas y al muerto en su sitio. No lo digo como crítica, pues no se me ocurre de qué otro modo podría hacerse. Además, solo se muere uno una vez, de manera que tampoco pasa nada por extremar ese día las lisonjas. Supongo que saben que es costumbre antigua en los medios de comunicación tener preparada lo que se llama “la cajita” de personas relevantes que tienen una edad o una enfermedad seria. A mí nunca me ha convencido ese método apriorístico. He hecho bastantes obituarios, pero me he negado por sistema a adelantarme al óbito. Solo en una ocasión transigí con ese principio y preparé un reportaje televisivo sobre la reina Fabiola, que estaba muy grave. Bien, pues ¡tardó varios años en morirse! El motivo por el que no quiero enterrar antes de producirse la defunción es por una cuestión ética y estética, pero sobre todo porque la muerte a menudo nos conmueve y la prosa adquiere entonces un tono de verdad y profundidad que no tiene cuando se escribe de mentirijilla. La muerte no admite sucedáneos, es, en su sencilla arquitectura, un mazazo y un escándalo.

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¿La literatura o la vida?

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Paseaba yo una tarde por Madrid. De esto hace un par de años, quizá algo más, pues la percepción del tiempo vuela. Iba distraído, ensimismado, como dicen los filósofos que marcha uno cuando va transformado en pura tautología, cuando está encerrado en la cárcel pronominal del yo. De los barrotes del mí mismo vino a sacarme el filo agudo de una navaja. Un sobresalto me situó de inmediato en el contexto. A eso lo llamamos realidad: a una navaja abierta y amenazante. La navaja no flotaba sola en el éter, era sostenida por la mano peluda y musculada de un sujeto, de malas trazas y hablar chulesco.

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Lecturas de verano

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

Probablemente, la lectura y el sexo estén sobrevalorados. Del sexo, a ciertas alturas de la biografía y la biología no hablamos, o hablamos mucho, para no tener que entrar en materia. O si entramos en cuestión, hacemos bien en ser discretos. Pero la lectura es otro asunto, un vicio que pasa por virtud, un agarradero de quienes en nuestra juventud lozana y remota aprendimos que los libros encerraban el secreto de la vida. O eso nos dijeron, o nos hicieron creer. Y muchos lo creímos. De manera que empezamos a desflorar libros, a digerir historias y metáforas, a deslumbrarnos con el señorío de las palabras, a destripar crímenes, a perseguir enigmas, a dejarnos atrapar por los misterios de la letra impresa. Algunos se convirtieron en coleccionistas de lecturas, en la idea de que más es mejor.

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Los mares de Agosto

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

Ya viene, miradlo, ya se acerca con sus pisadas de sol, con piercing en el ombligo, como un monarca absoluto empeñado en borrar la memoria de los días repetidos. Ya está aquí Agosto, el mes de Augusto, ese pasadizo de 31 cromos con derecho a tumbona, viaje por el sagrado Egipto de las cosas, mirador del tiempo, terraza con luna y vermú sin periódicos. Eso, para aquellos que agostean en Agosto, pues hay muchos para quienes el mes que viene no es un salto en el almanaque, sino una raya continua en el país de los días laborables. Agosto, ¡salve, viejo Augusto!, que se devora a sí mismo, corazón mareado, baúl sin corbatas, demasiado ruidoso para ignorarlo, hecho de demasía y cháchara. Hubo una época en que Agosto era para mí un río que rara vez conseguía cruzar a nado, un torbellino de angustia en el que quedaba varado, como una ballena triste, a la espera de que me rescatara algún amigo, alguna mujer, algún espejismo, algo de alguien. De entonces me ha quedado un cierto recelo hacia Agosto, aunque le tengo ley, por ser territorio sin mañanas obligatorias y dispensador de horas gratis. Me gusta, además, su empaque de tiempo encendido, esa furia de mes antiguo que no se deja domesticar. Por supuesto que amo a Agosto, cada vez más, más cuando la adolescencia es una isla remota y en la península de mi biografía sesentada el sol sale con alegría de alondra de luz por la mañana y la felicidad es ancha como un mar de arena, al que le falta la profundidad de la tristeza sin fondo, que es la vida. Agosto era para mí un fantasma, lo fue alguna vez, y ahora es una hermosa aventura, una road movie modesta y en familia por las autovías de la patria mía. Luego todo se acaba, como el porvenir que está por llegar, y estamos otra vez en la desembocadura de septiembre. Pero Agosto es valioso en tanto que fugaz y fugitivo, como todo lo bueno de la vida.

La tarde que llegué a la Gran Vía

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

Vine a Madrid en septiembre de 1979 para licenciarme en periodismo y vivir mientras se pudiera de ese cuento largo. Tenía entonces 18 años recién estrenados y la Gran Vía contaba ya 69, que no es mal número, sobre todo mirando a los afluentes de Ballesta y Montera, que desembocaban en esa gran avenida que todavía llevaba el nombre de José Antonio. Yo me instalé en una pensión de la calle de la Puebla, enclavada en toda esa cordillera urbana de sexo barato y trajín de hombres grises, olor a fritanga y conversaciones recias y a veces bien fundamentadas. A la caída de la tarde, de aquella primera tarde remota y fundacional, me dejé caer por la Gran Vía, a la altura de Callao, y mis ojos bañados en quimera e ilusiones porveniristas imaginaron un futuro de esplendor a la medida exacta de mis afanes de mitómano a tiempo completo. Aquella sucesión de cines, con inmensas y sugestivas carteleras, los neones que ponían un brillo caprichoso en la noche recién estrenada…

Woody Allen

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A veces, echo de menos haber sido coetáneo de grandes hombres (¡perdonen el genérico!), escritores y artistas en las más de las ocasiones, no sé, colosos de otras generaciones como Unamuno, Lorca, Valle-Inclán. O Jardiel Poncela, María Guerrero, Marilyn Monroe.  Me hubiera gustado que mi vida de adulto hubiera coincidido con la de Alfred Hitchcock y haber asistido con regularidad a sus estrenos. También hubiera procurado no perderme ninguno de Willy Wilder, que es mi contemporáneo (murió en 2002), pero no mi coetáneo. Casi todas sus  películas importantes las filmó antes de nacer yo: “Con faldas y a lo loco”, “Testigo de cargo”, “El gran carnaval”, “Sabrina” o “El apartamento”.  La memorable “Primera plana” la dirigió cuando yo tenía 12 años y andaba en mi pueblo, Archidona, muy alejado de cinemanías. Allí los reclamos  cinematográfico eran entonces Manolo Escobar y Conchita Velasco. De modo que sí, que hubiera sido estupendo que la filmografía de Wilder hubiera ido al compás de mi vida de adulto, pero no pudo ser. Esa suerte la he tenido con Woody Allen y la agradezco.

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El humor inglés y la democracia

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La democracia inglesa y el humor inglés tienen un merecido prestigio. En un político como el decapitado Boris Johnson ambos van de la mano. Todavía no se ha ido, pero sospecho que acabaremos echándole de menos, no por su nefasta política, sino por su condición de personaje extravagante, típicamente británico. La pena de telediario, que consiste en ver telediarios, se comprende si uno se para a pensar en la cantidad de políticos (ellos son el alma de todos los telediarios) que pasan por la pantalla dejándonos sus naderías a la hora de las comidas. No se trata de pedirle a un político políticas acertadas, que sería tanto como pedir peras al machadiano olmo viejo, hendido por el rayo y en su mitad podrido. No pequemos de ambiciosos, contentémonos con requerir de nuestros hombres y mujeres públicos un poco de carisma, de duende, una puesta en escena de cierta altura. Que la cabra tire al monte siempre será preferible, o así me lo parece, a que el político se limite a recitar las futesas que le pergeña su gabinete de prensa.

Con Juan Rulfo empezó todo

(Tiempo de lectura: 3 - 6 minutos)

Cuando el realismo mágico hizo ¡boom!, Juan Rulfo ya estaba allí. Un continente despertaba a una nueva escritura que le puso colores a la literatura en español. A este lado del charco predominaba el traje gris de postguerra. En los dominios creativos de Rulfo los muertos tomaban café con los muertos y el pasado, presente y futuro alternaban educadamente como quien se cede el paso en un ascensor. Aquel hombre, aquel mejicano que nació hace un siglo y pico era un escritor tan dotado que le bastaron dos libritos, poco más de doscientas páginas, para revolucionar la narrativa en el idioma de Cervantes. Modesto y discreto como era, tal vez no quiso abrumar con más producción o quizá la cosa vaya por lo que le dijo a una periodista que le interrogó: “Maestro, ¿qué siente cuando escribe?” Y él: “Remordimientos”.

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Los ochenta de Pepe Domingo Castaño

(Tiempo de lectura: 3 - 5 minutos)

Si veinte años no es nada y febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra, ochenta años son cuatro veces nada, y es la constatación de que es un soplo la vida, aunque cuando se tienen veinte años uno es infinito. Pepe Domingo Castaño, que también tuvo veinte, es ese hombre que hoy se multiplica por cuatro en el micrófono, figura o estrella de la radio desde aquellos tiempos antiquísimos y dorados en que la SER era la Sociedad Española de Radiodifusión, Guillermo Sautier Casaseca escribía best sellers en el aire, y Matilde Conesa, Eduardo La Cueva, Pedro Pablo Ayuso y Juana Ginzo formaban el start system del Hollywood radiofónico. Pepe Domingo Castaño, que entonces se hacía llamar José Domingo, porque la juventud es a veces más formal que edades más tardías, había llegado desde su Padrón natal, con un máster radiofónico en Radio Galicia, después de dejar atrás el seminario, del que casi sale ordenado fraile, con un revoltijo de sueños en su cabeza yeyé, una voz cálida y vibrante, y un verbo resuelto en torrente. La música fue la isla desde la que rompió cuarenta corazones sin freno ni marcha atrás y en la que se hizo grande junto a pioneros como Joaquín Luqui. En su libro de memorias “Hasta que se me acaben las palabras”, el locutor cuenta las dudas con que vivió su marcha a Madrid, porque en Santiago, en poco más de dos años, se había hecho un nombre, casi un renombre, pero necesitaba dar el salto y se vino a la capital, mano sobre mano, a vivir de su voz, en un tren nocturno que salió de Santiago en 1966 y llegó a Madrid en 1967. Aquella fue la nochevieja más extraña de su vida. Según cuenta, salió de Santiago en medio un aguacero fabuloso. La verdad es que en muchas páginas del libro de Pepe Domingo diluvia, como si Santiago se hubiera disfrazado de Macondo.

En la cola del supermercado

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El martes, en la cola del supermercado, asistí a una curiosa discusión, protagonizada por dos mujeres que esperaban su turno para pasar por la caja registradora. Estaban en filas distintas, de modo que el motivo de la disputa no estuvo en un mero incidente de orden instrumental, del estilo de “no se cuele usted”. Desconozco cuál fue la chispa que encendió el fuego verbal, el caso es que la candela dialéctica prendió con rapidez. La polemista A pasaba de la cincuentena y era latinoamericana. La polemista B estaría en los treinta y pocos, era española, y estaba acompañada por su novio o marido, en extremo cariñoso, y sospecho que alemán, o acaso anglosajón. La atacante, llena de furia y resortes lingüísticos, era la polemista A. La polemista B se defendía con eficacia y contundencia. En un momento, la señora A dijo, sin venir aparentemente a cuento: “Además, para que se entere, yo hablo cuatro idiomas”, a lo que la mujer B contrarrestó de inmediato asegurándole que ella hablaba cinco.

La tarde que Borges vaticinó su muerte

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Como va uno teniendo una edad, ya casi más digna de susto que de respeto, va también acumulando anécdotas y sucedidos con que salpimentar sus artículos. La memoria personal es un baúl ingente y profundo, sin fondo, como si estuviera fabricado por Freud o alguno de sus lacanes, de manera que tan pronto como la ocasión la pintan calva, uno saca de ese arcano prendas que van bien con la temperatura del momento. Y hoy las musas del columnismo me han invitado a que escriba sobre la feria del libro de Madrid, que se clausura este domingo, y que durante 17 días ha puesto una alfombra de palabras, metáforas y fantasía en el admirable parque del Retiro. Y a ello voy, que es extravío y desatino contrariar a las musas.

La otra noche en el Vips

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Desde que tenía seis o siete años, ¡ya camina sin freno hacia los catorce!, Alicia y yo nos reservamos las noches de los viernes. Vamos al cine, o a un espectáculo de magia, al teatro, alguna vez a los toros, o de tiendas de regalo de low cost: Ale hop, Hema, Tiger, que cierran tarde. Y casi siempre a cenar al Burger o a un Vips. Ella elige.