En la segunda mitad del siglo XVIII, la explosión rebelde de las trece colonias británica en Norteamérica, proceso que abrió la guerra de la independencia y la creación de los Estados Unidos (1776-1783), supuso una oportunidad para que Madrid y París intentaran reordenar nuevamente el espacio atlántico, ante las dificultades que se abrieron, a partir de esos momentos, al Imperio británico. En un primer momento, Francia se circunscribió a auxiliar cautelosamente mediante un envío de armas y dinero a los colonos rebeldes, mientras autoridades españolas de la Luisiana además facilitaban materiales y apoyo a los insurgentes. Tras la victoria del ejército continental -organizado por el Congreso rebelde- en la batalla de Saratoga (septiembre-octubre de 1777), el rey de Francia Luis XVI se decidió por la intervención militar. Por su parte, el monarca español Carlos III tardó un poco más en decantarse explícitamente por la guerra contra los británicos, pues su ministro José Moñino, conde de Floridablanca, defendió que la posición de Madrid debía ceñirse estrictamente a un papel mediador, neutral, entre Londres y los colonos a cambio de alguna concesión territorial. Pero las ofertas de la diplomacia española no fueron atendidas, por lo que el rey se inclinó por la postura del conde de Aranda, embajador en París, favorable a la entrada en el conflicto bélico de España con el objetivo de eliminar las concesiones realizadas a Gran Bretaña en las paces de 1713 y 1763.