Breve historia de otro Borbón
- Escrito por Manuel Peinado Lorca
- Publicado en Opinión
El Bourbon es una bebida destilada de la familia de los güisquis exclusiva de Estados Unidos caracterizada por ser ligeramente aromática y de sabor acaramelado. Desde sus inicios hace cuatro siglos, desempeñó un papel clave en la configuración de los hábitos de consumo estadounidenses y de su cultura política y legal.
Cuenta el Génesis que la primera tarea que emprendió Noé en cuanto salió del arca fue plantar una viña, elaborar vino y, acto seguido, agarrar la primera cogorza conocida. Con esos antecedentes bíblicos no es sorprendente que los primeros colonos que llegaron a la región que se convertiría en Nueva Inglaterra, unos puritanos protestantes cuya conducta se ajustaba fielmente a la Biblia, intentaran destilar de todo.
La mayoría de los pioneros procedía de países en los que se había inventado el “agua de fuego” y muchos de ellos o conocían o habían oído hablar de Bushmills, un poblado irlandés en el que se abrió la destilería más antigua del mundo, The Old Bushmills Distillery, a cuyo propietario el rey James Ie otorgó en 1608 la primera licencia conocida para destilar güisqui.
El final del siglo XVIII vio el asentamiento de un gran número de inmigrantes escoceses-irlandeses en Maryland y Pensilvania que, además del sencillo equipo para destilar y una inveterada afición a empinar el codo, trajeron consigo la opinión fuertemente arraigada de que era el güisqui, y no el pan, el sostén de la vida.
Como sabían esos colonos, destilar güisqui no es complicado. Sólo hay tres ingredientes: grano, agua y levadura. Con el grano recién germinado, la malta, humedecido con agua, las levaduras hacen el trabajo sucio: la fermentación alcohólica. Finalizada esta se obtiene un líquido con una moderada concentración de alcohol que luego se destila en un alambique. En este punto, el líquido es un licor claro con alta concentración de alcohol y aún no se considera güisqui.
Ha llegado el momento de un cuarto “ingrediente metafísico” que cambia por completo el sabor del destilado y confiere a cada marca de güisqui su sabor específico y distintivo. En el güisqui americano, ese puntito metafísico es la receta que cada destilador utiliza como base para su elaboración: los porcentajes de maíz, centeno, trigo o cebada. Vertido en barriles, el licor se deja envejecer y se mezcla con los productos químicos exudados la madera, convirtiendo lo que era transparente en una bebida aromatizada de color dorado que, ahora sí, es un verdadero güisqui.
El maíz es una prueba de los mutuos beneficios que se derivan del multiculturalismo y la diversidad. El maíz llegó a Europa en 1604 y se plantó por primera vez en dos parcelas de Mondoñedo y Tapia de Casariego. Desde ahí fue extendiéndose por toda Europa, pero no en la autárquica Inglaterra poco abierta a la llegada de cualquier tipo de competidores y mucho más si procedían de países católicos.
Los colonos que llegaron después del May Flower aprendieron de los indios el cultivo del maíz que les permitió sobrevivir. El maíz era un grano que desconocían y que en el Nuevo Mundo crecía como si tal cosa. En su incansable búsqueda de plantas para elaborar licores, intentaron destilar de todo, desde arándanos hasta calabazas y maíz. Eligieron este último porque era un cultivo sumamente generoso que producía enormes excedentes y que era tan fácil de destilar como los granos europeos.
En los duros momentos de la colonización, el licor era una «imprescindible necesidad de la vida» y destilarlo era una actividad doméstica similar a elaborar jabón, moler grano o curtir pieles de animales. Las únicas válvulas de escape para que un pionero evitase la acedia eran la caza, los concursos de tiro, de cortar troncos o de desvainar maíz, las bodas y el güisqui. De hecho, rara era la cabaña que careciera de un generoso suministro de garrafas de güisqui de maíz destilado en alambiques domésticos de cobre, del mismo modo que se consideraba poco hospitalario al pionero que no invitase a beber a un viajero, con frecuencia hasta que ambos caían víctimas del mismo estupor que noqueó a nuestro padre Noé.
En plena Guerra Revolucionaria, el general George Washington, gran aficionado al buen mollate, insistía en que a los soldados nunca les faltaran las raciones de licor, afirmando que «siempre debe haber una cantidad suficiente de bebidas espirituosas con el ejército» porque «en muchos casos, como cuando marchan en clima cálido o frío, en campamentos o al aire libre […] es tan esencial que no se puede prescindir de él».
Más allá de esa retórica, Washington sabía muy bien que desde la antigüedad el alcohol y otras drogas son tan necesarias para la guerra como las armas. Como todo alcohol, el güisqui era un arma de guerra. Y como tal fue profusamente utilizada por los británicos y los primeros estadounidenses para derrotar a los indios.
Monument Valley, escenario de tantos y tantos westerns, está dentro de la Reserva de la Nación Navaja.
“Drink smart or don’t start” (“Si no sabes beber, no empieces”), dice un cartel en la carretera que conduce a Diné Bikéyah, el país de los navajos, situado entre Nuevo México, Utah y Arizona. La tasa de alcoholismo quintuplica aquí la media de Estados Unidos. Y no es un problema exclusivo de los navajos. El abuso del alcohol es el principal mal endémico de los nativos americanos desde que los blancos introdujeron el alcohol.
No es casual que el alcohol hiciera tanta mella en una cultura que, a más de su predisposición genética a la dipsomanía, daba una gran importancia a lo místico y a lo esotérico. Los traficantes ilegales de bebidas alcohólicas, los comandantes de los fuertes y los agentes indios sin escrúpulos se encontraron el camino allanado. Todas las tribus sucumbieron al alcohol, un enemigo más pernicioso y duro de vencer que el mejor regimiento de caballería: el licor.
Los misioneros moravos han legado testimonios de innumerables muertes a causa de comas etílicos, de aldeas sumidas en la miseria y de la desesperación por la bebida. El futuro presidente William Henry Harrison, que derrotó a Tecumseh, el líder panindio, tenía un truco para distinguir rápidamente a los indios de zonas aún no invadidas por los blancos. Los “asimilados a la civilización blanca”, decía, «están semidesnudos, sucios y debilitados por la embriaguez». Los no asimilados, los “salvajes”, sin embargo, «están por lo general bien vestidos, sanos y vigorosos». El güisqui, no el plomo, venció a los indios.
Muchas historias interesantes de la historia estadounidense comienzan con un impuesto. Ocurrió con el Tea Party en el puerto de Boston y con el güisqui. El 3 de marzo de 1791, el Congreso instituyó un impuesto especial sobre el alcohol nacional e importado. Muchos protestaron, pero los pequeños agricultores del oeste de Pensilvania, muchos de los cuales destilaban sus enormes excedentes de maíz en güisqui, estaban particularmente molestos y se negaron a pagar el impuesto. Su negativa colectiva se conoció como la Rebelión del Whisky.
George Washington y sus tropas cerca de Fort Cumberland (Maryland) antes de su marcha para reprimir la rebelión del whisky en el oeste de Pensilvania. Dominio público.
En la década de 1780, la población de rudos colonos de la frontera occidental se triplicó y los irritados (y más educados) habitantes de las colonias orientales miraban con recelo la cantidad de güisqui que consumían y la violencia desinhibida de quienes estaban bajo su influencia. El impuesto al güisqui fue el punto de ruptura, porque los pioneros creían que el “Gobierno central remoto” que aprobara tal impuesto llevaría a la nación al borde de una guerra interna.
En 1794, doce mil soldados pusieron punto final a la rebelión, pero, aunque la reprimieran, predijo lo tensa que seguiría siendo la relación entre el vicio y la regulación que volvería estallar con la Ley Seca de 1920. La supresión de la rebelión del güisqui no detuvo su creciente consumo, aunque el Segundo Gran Despertar (1790-1840) y los Movimientos de Templanza si contribuyeran a una disminución en el consumo de alcohol durante unos años de fervor religioso protestante. De hecho, a lo largo del siglo XIX y hasta bien entrado el XX, los estadounidenses han fracasado en su intento de controlar el consumo de alcohol. Si no, que le pregunten a Eliot Ness.
El 4 de mayo de 1964, el Congreso de los Estados Unidos resolvió que el bourbon es un producto netamente “nacional”. El consumo de bourbon, el güisqui genuinamente americano que toma su nombre de donde se produjo por primera vez: el afrancesado condado de Bourbon (Kentucky) que, a su vez, lo tomó de la Casa de Borbón, siempre prevalece.
Manuel Peinado Lorca
Catedrático de Universidad de Biología Vegetal de la Universidad de Alcalá. Licenciado en Ciencias Biológicas por la Universidad de Granada y doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad Complutense de Madrid.
En la Universidad de Alcalá ha sido Secretario General, Secretario del Consejo Social, Vicerrector de Investigación y Director del Departamento de Biología Vegetal.
Actualmente es Director del Real Jardín Botánico de la Universidad de Alcalá. Fue alcalde de Alcalá de Henares (1999-2003).
En el PSOE federal es actualmente miembro del Consejo Asesor para la Transición Ecológica de la Economía y responsable del Grupo de Biodiversidad.
En relación con la energía, sus libros más conocidos son El fracking ¡vaya timo! y Fracking, el espectro que sobrevuela Europa. En relación con las ciudades, Tratado de Ecología Urbana.