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Dilemas solubles en torno al CNI


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El verano español suele ver aflorar cuestiones políticas de envergadura que en otras estaciones del año adquirirían un alcance muy distinto. Es el caso, reflejado recientemente por el diario El País, de cierta renuencia mostrada por un sector reducido y específico del funcionariado estatal presumiblemente opuesto a un previsto traslado administrativo. La traslación parece obedecer a cambios vinculados al futuro articulado legal que sustituirá a la preconstitucional Ley de Secretos Oficiales vigente desde 1968 por otra constitucional de nuevo cuño.

Se trata, concretamente, de un centenar aproximado de miembros del Centro Nacional de Inteligencia, CNI que, agrandes rasgos, parecen oponerse a la futura inserción de sus funciones en el área de Presidencia del Gobierno. Actualmente están adscritos al Ministerio de Defensa, cuya titular no objeta tal traslado. Aquel conjunto de funcionarios tramita la información clasificada y las habilitaciones para acceder a ella por parte de empresas, organismos o particulares. Tales tareas, por su importancia y delicadeza, se ven dotadas de gran singularidad y requieren exhaustiva hechura por parte del principal servicio de Inteligencia del país.

Los servidores públicos del CNI se consideran agentes de Inteligencia y no meros funcionarios del Ministerio de la Presidencia, lo cual les lleva a temer por sus respectivas carreras dentro del servicio secreto. Carreras en las cuales el acceso a destinos en el extranjero compone una de las máximas aspiraciones profesionales, si no la que más, y que, en otros ministerios, salvo Exteriores, no se contempla. Por otra parte, en el aspecto económico, las retribuciones de los miembros del CNI son generalmente más elevadas que las de otros cuerpos de la Administración, cuestión no baladí en absoluto. Todos estos elementos y el temor a verlos deteriorados en otro destino, reavivan un evidente espíritu de cuerpo intramuros del Servicio de Inteligencia generado por sus singulares particularidades.

Conviene recordar que en este caso se trata también de funcionarios del Estado, no de tal o cual ministerio en particular; y que sus cometidos trascienden las áreas departamentales individualizadas para servir a todas ellas. Con todo, se trata de un caso específico, como casi todo lo concerniente al Centro Nacional de Inteligencia, por cuanto que, en nombre del Estado, gestiona en secreto, nada más ni nada menos que los secretos estatales.

Resiliencia

Sobre este asunto, convergen distintos planos. Hay uno, básicamente laboral, concerniente a un colectivo que, según parece, se opone a su inserción orgánica en otro organismo diferente. Todo tránsito laboral, salvo los que implican ascensos, suele ser visto con recelo, sobre todo en entornos supuestamente estables. ¿Es el CNI un entorno propiamente estable? La dinámica de actividades que muestra el organismo estatal, presente en deslizantes escenarios políticos, nacionales, internacionales, económicos, financieros, militares, diplomáticos… parece desmentirlo. Empero, la peculiaridad de un organismo de esta naturaleza, signado por el secreto, genera una forma específica de organización replegada casi naturalmente sobre sí misma y que algún desaprensivo, de manera trivial, podría asociar al corporativismo o a ciertas formas de endogamia.

Esta corporeidad propia del CNI, este versarse hacia sí mismo, es una manifestación de la protección psicosocial y a buen recaudo de fluctuaciones políticas que cree precisar un colectivo caracterizado por su obligada resiliencia. Esta es su forma necesariamente estoica de afrontar la adversidad, dadas las estrictas pautas de reserva y secrecía que sus funciones les demandan observar incluso respecto a sus vidas familiares y a sus relaciones personales y amistosas. Por ello, este asunto requeriría un plus de delicadeza en su tratamiento.

En una empresa privada que privatiza o segrega un departamento, lo normal es otorgar a la persona afectada por un traslado la capacidad de elegir entre quedarse donde estaba o acceder al organismo nuevo. El riesgo es que el organismo original donde se inserta el consultado se adentre en una dinámica a extinguir junto con la trayectoria profesional del laborante que se niega al traslado. No parece ser el caso, puesto que las funciones de gestión clasificatoria y de habilitación son actividades permanentes en todo Estado. Por ello precisamente, no se puede improvisar la creación inmediata de un centenar de funcionarios de un servicio secreto dedicados a tareas tan especializadas, en el caso de que todos ellos se negaran al traslado. Si cabrían, desde luego, fórmulas provisionales, salariales, laborales, administrativas y de todo tipo para recorrer este tránsito, en condiciones extremas, aquí evocado.

En este caso, se dan particularidades difícilmente esquivables. El cometido clasificador y habilitador del centenar de funcionarios estatales del CNI no desaparece, ni se extingue, con el traslado previsto en la futura ley que abordará los secretos oficiales, sino que pasaría, con ellos, al departamento ministerial de Presidencia. Los secretos cuya gestión clasificatoria manejan o habilitan los funcionarios del CNI no son propiedad de tal o cual administrador, ni del organismo o ministerio que los tramita, sino que pertenecen al Estado, al que cabe concebir como un actor racional que se atiene a su razón, la razón de Estado, para definir, gestionar o aplicar el secreto estatal a sus actos y tareas que funcionarios seleccionados tramitan y ejecutan.

Desde el punto de vista administrativo, al Estado, concebido como una gran corporación, le asiste el derecho -y la obligación- de organizarse administrativamente como más convenga a la satisfacción de los intereses públicos –respetando también los intereses minoritarios privados- a los que dice armonizar y servir, conforme a normas legales democráticas y legítimas. Son los Gobiernos, en sintonía con los otros poderes del Estado, los que materializan la organización de tal designio estatal, interpretando las estructuras y coyunturas en clave estratégica, a largo plazo y tácticas a corto, que determinan su actividad.

Pero, en esta determinación, emerge la dimensión política, decisional, del asunto tratado. Se trata de que el Estado, a través de sus poderes, ejecutivo, legislativo y judicial, -en este caso, mediante una ley que emerge del primero, que ha de ser aprobada por el segundo y que será fiscalizada por el tercero-, decide que traslada a un organismo de un departamento a otro distinto.

Precedentes

¿Hay precedentes de una decisión así? Claro. Entre los años 1982 y 1986, siendo ministro de Hacienda Miguel Boyer Salvador y titular de Justicia, Fernado Ledesma Batet, el poderoso sector de los Abogados del Estado, uno de los más altos rangos de la Administración del país pasó, de estar adscrito al Ministerio de Hacienda a integrarse en el Ministerio de Justicia, concretamente desde la Dirección General de lo Contencioso del Estado al Servicio Jurídico del Estado. Hubo ciertas reticencias y renuencias, semejantes a las ahora afloradas; pero la argumentación gubernamental para decretar aquel tránsito fundamentaba de manera contundente que los Abogados del Estado no únicamente defienden al Ministerio de Hacienda sino que han de hacerlo a todo el conjunto estatal en su completud y que era el de Justicia el Ministerio idóneo para su cabal inserción.

Lo que, asimismo, parece emerger en el caso que tratamos es la polémica, recurrente y casi perpetua, explícita en el dilema entre la inserción del CNI en Defensa o en Presidencia. Ya hubo trasiego al respecto en los Gobiernos del PP, que atrajeron hacia Presidencia del Gobierno, concretamente hacia Soraya Sáez de Santamaría, la supervisión ejecutiva del CNI. Hubo entonces algunas fricciones pues sectores del CNI preferían estar integrados en Defensa, en el que el actual Gobierno de coalición insertó al Centro. Incluso muy anteriormente, era el almirante Carrero Blanco, Presidente del último Gobierno de Franco, quien había atraído hacia Presidencia del Gobierno los cometidos de los principales servicios secretos del Estado, coordinando incluso los correspondientes a las Fuerzas Armadas.

Hay fórmulas

Es preciso destacar que existen normas y fórmulas, en el Derecho Administrativo español, en la ley de Procedimiento Administrativo, en el Estatuto de la Función Pública, entre otros cuerpos legales, que contemplan figuras administrativas como la de la “comisión de servicio”, para abordar asuntos concernientes a traslados como el tema aquí planteado. Todo ello permitiría despejar cualquier duda sobre la presunta pérdida de carreras profesionales de los miembros del CNI si ven sus funciones gestoras y habilitadoras trasladadas a otro departamento ministerial. Además, la futura ley concerniente a secretos oficiales se encuentra en trámite en fase de Anteproyecto, con lo cual los procesos informativos aún pueden dar justo juego.

No obstante, un factor impolítico de primer orden parece haber alterado y erosionado el posible y necesario tratamiento racional, deliberativo y sedentario de este enjundioso asunto: el lamentable ejemplo dado por el principal partido de oposición en su sistemática negación de legitimidad a cualquier actividad del Gobierno actual, incluidas las de mayor alcance estatal, como éste. Tal trayectoria ha creado un cierto complejo gubernamental que tiende al blindaje y al solipsismo, por miedo a que ese perpetuo desafuero desnaturalice debates de calado político como sería el caso. Emerge aquí pues el problema del alcance de la irresponsabilidad del Partido Popular que, al haber degradado las tareas de oposición a niveles de bravucona impugnación e intentos incesantes de deslegitimación de todo acto político ajeno, permite suponer que ha imposibilitado que asuntos como éste sean tratados sin prisa y como idealmente debieran, de contar con un adversario opositor dotado de sentido de Estado. Empero, la erosión causada por tal lastre proporciona, por otra parte, pretextos a quienes, desde el Boletín Oficial del Estado, y por hastío ante lo que tienen enfrente, tienen tentaciones de querer decidir privativamente problemas tan política y socialmente trascendentes, como éste.

Cabe confiar en que las expectativas que ha despertado la futura ley de secretos, pese a la complejidad en la que vamos a ver su laboriosa desenvoltura, superen las dificultades que, sin duda arrostrará en su despliegue. La recuperación de la memoria de nuestro país, abducida por una ley como la de 1968 indigna de un pueblo libre, es causa suficiente para cerrar filas, acercar posturas y abordar sin complejos cada problema serio que vaya surgiendo, como el aquí tratado. Menos mal que el verano le resta a este asunto la desaforada dimensión que, presumiblemente, hubiera adquirido en el otoño venidero, conocidas las habituales prácticas de la oposición, afortunadamente de vacaciones.

Es más necesario que nunca poner luces largas sobre la historia reciente, para que nuestros pasos como comunidad política sean acertados y se encaminen atinadamente hacia un futuro de libertades acrecidas. Tras conjurar la desmemoria, la conciencia de lo realmente ocurrido y oculto por el secreto arbitrario abrirá el camino a una concordia sincera y emancipadora.

Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.

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