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Las revolucionarias - Capítulo II


(Tiempo de lectura: 5 - 9 minutos)

- En el corazón de la revolución: El Círculo Chaikovski en San Petesburgo y la Comuna de París -

Era un día de primavera en las calles polvorientas de París, donde los ecos de la revolución se mezclaban con los susurros de la esperanza. En medio de la agitación, dos mujeres cruzaban destinos en busca de un futuro mejor.

Isabella, de cabello oscuro y ojos resueltos, era una joven obrera de corazón ardiente. Había crecido en la sombra de las fábricas y había sentido en su piel las injusticias de la clase trabajadora. La lucha por la igualdad, la justicia y la libertad la había llevado a las barricadas de La Comuna de París. Con su pasión por la revolución y su valentía indomable, Isabella estaba dispuesta a cambiar el mundo, sin importar el precio que debiera pagar.

Armonía, en cambio, era una madre con dos niños, a pesar de su juventud, pero de férrea determinación. Su compromiso con los focos revolucionarios de la Comuna había nacido de la necesidad de un futuro más justo para sus hijos y para todos los hijos de París. Con el rostro marcado por la dureza de la vida, Armonía llevaba en su corazón la promesa de un mañana más brillante, aunque la incertidumbre acechaba en cada esquina.

Pero entre aquellos susurros de la revolución, también existía un secreto. Un círculo clandestino de artistas y pensadores, conocido como el Círculo de Tchaikovsky, operaba en las sombras de la Comuna. Sus miembros eran guardianes de la belleza en medio del caos, apasionados por el arte, la música y la literatura. Sus acciones eran tan enigmáticas como sus nombres.

La historia de Isabella y Armonía se entrelazó con el destino del Círculo de Tchaikovsky en una San Petesburgo y un París convulsionados por el cambio. Juntas, enfrentarían desafíos imposibles, traiciones inesperadas y amores prohibidos mientras luchaban por sus ideales en una época turbulenta. Sus caminos se cruzaron en el corazón de la revolución, y sus destinos se tejieron en un tapiz de pasión y sacrificio. La Comuna de París estaba en pleno apogeo, y el Círculo de Tchaikovsky mantenía sus secretos a salvo, listo para influir en el destino de una ciudad y sus habitantes.

Mientras San Petersburgo del siglo XIX mostraba su esplendor ante los ojos del mundo, un grupo de valientes revolucionarios tejía su propia historia clandestina a través de sus calles y canales. Guiados por un ideal de libertad, estos hombres y mujeres se movían con determinación por la ciudad, siguiendo una ruta oculta hacia su refugio secreto.

Liderados por Iván, un carismático orador y pensador político, este grupo de revolucionarios se había comprometido a luchar contra el régimen autocrático del zar. Sus rostros solían estar ocultos bajo capuchas y sombreros, y sus pasos eran silenciosos como los del viento. Eran estudiantes, obreros y artistas que compartían una visión de un mundo más igualitario y justo. Ellas estaban ahí, vestidas de hombres.

Su ruta comenzaba en los oscuros pasillos del Museo Dostoievski, donde encontraban inspiración en las palabras del célebre escritor ruso. Allí, discutían estrategias y compartían ideas en la penumbra, mientras evitaban las miradas curiosas de los visitantes. Luego, pasaban desapercibidos en la bulliciosa Avenida Nevski, ocultando sus verdaderas intenciones detrás de fachadas de normalidad. En el Café Pushkin, se mezclaban con intelectuales y literatos, compartiendo conspiraciones bajo el ruido de las conversaciones y el aroma del café recién hecho.

A medida que avanzaban por la ciudad, se detenían en esquinas sombrías y pasadizos secretos, siempre vigilantes de cualquier indicio de traición o traición. Su destino final era una casa abandonada en una calle estrecha y olvidada por el tiempo, donde habían establecido su refugio clandestino.

Esta casa, con sus ventanas tapiadas y su puerta reforzada, se convertía en un santuario para estos revolucionarios. Allí, planificaban acciones audaces, imprimían panfletos subversivos y soñaban con un futuro donde la opresión del zar finalmente cedería ante la voluntad del pueblo.

En cada paso de su ruta clandestina, estos revolucionarios arriesgaban todo por la causa que les unía. Sus nombres podrían no ser recordados en la historia oficial, pero su valentía y determinación resonarían en los ecos de la lucha por la libertad en San Petersburgo, donde cada rincón de la ciudad albergaba secretos de esperanza y resistencia.

En torno a las siete de la tarde, ya de noche, una manifestación de gentío salió por aquella calle con un ruido de mil demonios. Nadie les había seguido. No se había visto jamás entre los grupos generales de hombres una resistencia a encontrarse con la realidad tan forzada como la de aquel pequeño ejército de futuros militantes que congregados en una asamblea no podían hacer otra cosa que esperar.

Cuatro hombres y dos mujeres de los de aquel numeroso grupo que se hacían pasar por escritorzuelos, musiquejos, trabajadores sin más, hablaban en francés, a ratos en alemán, a ratos en español, este último solo entre los del grupo. Las conversaciones siempre en ruso, un idioma que a esas alturas dominaban a la perfección.

Cuando caminaban de vuelta por aquellas calles de San Petersburgo, sabían que algo muy grande sucedería tarde o temprano. Luisa Miches, cuyo nombre apodo era el de Armonía, había dicho que le estaban esperando sus hijos y que no debería demorarse mucho más. Aún en la fábrica, las mujeres siempre han tenido que cargar con el doble de trabajo que los hombres, mayor motivo para una mujer metida en política. Eran pocos las que la llamaban Luisa Miches, ella era Armonía Jiménez. Allí estaba Maria Plisetstkaya, dirigente e intelectual. Llegaron a ella por conductos de la joven burguesa Caridad Pardo, una hija clandestina de la condesa y escritora Emilia Pardo Bazán, quien entre otras cosas llevó a los intelectuales tras sus estancias en Rusia, el sentido de la escritura.

Por aquellos años de 1870 Armonía tan solo tenía 25 años, ya tenía dos hijos: Dezvi Marín e Ismael Rodríguez. Púsoles esos apellidos, pero tenían otros, obviamente en sus tarjetas identificativas.

Armonía ya conocía a Caridad Pardo y a Isabella. Estas dos últimas tenían mayor facilidad de movimiento. El campo prerevolucionario recorría toda Europa, pero Rusia, Francia y Alemania con Rosa Luxemburgo desencadenaron el cambio en la trayectoria de la historia. Y la historia es así, se gesta con víctimas, con muchas víctimas y vidas de idealistas, de luchadores, hombres y mujeres que defendieron los derechos humanos, aquello en lo que creían.

La otra compañera, mejor amiga que hablaba también en español no era otra que Natasha Trebenko, bueno, Natalia de las Heras, mujer muy hermosa, de talle muy fino, largas piernas, estilizadas todas las articulaciones, de voz firme, cabellos rizados y rubios, ojos negros, la boca de labios muy carnosos y rosados, su piel era como de porcelana, era rusa de origen. En aquella reunión se encontraban Juan Oliva Moncasí, Kropotkin, Giovanni Pasannante pero sobre todo el omnipresente Serguei Néchayev.

El Círculo fue fundado en San Petersburgo durante el malestar estudiantil de 1868-1869, alzándose como un grupo opuesto en cierto modo a la violencia imprudente de Serguéi Necháyev, nombre que proviene de Nikolái Chaikovski, uno de sus miembros más prominentes. Quizás la teoría de Necháyev era demasiado radical, algunos le clasificaban de “simplemente terrorista”, pero logró establecer un pensamiento de acción muy importante con su obra El Catecismo del revolucionario, un texto fuerte, substancial y tajante.

En el corazón de la organización, se logró que fuera una sociedad literaria de educación autodidacta dentro de la Academia de Medicina, cuyo objetivo inicial era compartir libros y conocimiento que había sido prohibido en el Imperio ruso. Este incluía a los estudiantes Mark Natanson, V. M. Aleksándrov y Anatoly Serdyukov, atraídos por Nikolái Chaikovski y Feofán Lérmontov.

Además de la autoeducación, las tareas principales del Círculo era la de unir a estudiantes de San Petersburgo y otras ciudades, llevar propaganda a los trabajadores y campesinos con el objetivo de preparar una revolución social. Sobre todo, divulgar el sentimiento revolucionario.

El Círculo Chaikovski estableció un índice de calidad moral e ideológica de gran nivel para sus miembros con la idea justamente de prevenir el ingreso de personajes con la falta de escrúpulos, tal y como luego sucedió por las maneras de personajes como Necháyev. Tenían una actitud negativa hacia la lucha por las libertades políticas, que, según su visión, sólo eran ventajosas para la naciente burguesía rusa, para ellos en nada beneficiaría al proletariado, no les daría de comer. Estos principios fueron formulados en el Программа для кружков самообразования и практической деятельности ("Programa para los círculos de autoeducación y actividad práctica"), reunidos todos por el Círculo Chaikovski entre finales de 1870 y principios de 1871.

San Petesburgo y París constituían los eminentes centros de hombres y mujeres revolucionarios. Desde dichos círculos todo fue preparado. El viaje de Fanelli a España había sido muy fructífero en cuanto a adoctrinamiento se refiere. Desde noviembre del 68 hasta febrero de 69 y gracias a ello, durante ese tiempo se contribuyó a la formación de los primeros núcleos de la Internacional y de la Alianza en Madrid y Barcelona.

El momento histórico en España no podía ser más oportuno para la difusión de nuevas ideologías radicales, porque la revolución de septiembre de 68 había iniciado un sexenio que se caracterizaría por una eclosión de libertades y también por una gran conflictividad e inestabilidad política. Era el momento adecuado para poner en solfa a la sociedad entera sin que temblara la mano ante cualquier atentado. Por otra parte, la ideología del republicanismo federal, que alcanzó su máxima influencia con la proclamación de la República en 1873, presentaba ciertas similitudes con las del naciente anarquismo y de hecho varios de los primeros seguidores de Bakunin en España provenían de las filas federales.