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Ferrovial como (mal) ejemplo


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Esta empresa ha anunciado que realiza una fusión inversa, y una sociedad holandesa justamente suya, la adquiere y, así, una empresa española de referencia deja de serlo, trasladando su sede corporativa y fiscal a los Países Bajos. Juego de manos. Mala imagen y mal precedente para la economía española, ya que una de las “majors” del Ibex se va apelando a las ventajas que le proporciona radicarse fuera, lo que puede servir de inicio y estímulo para que lo hagan otras.

En realidad, Ferrovial no es estrictamente una empresa, sino un grupo con cientos de sociedades filiales y participadas cuya actividad de buena parte es internacional. En España, sólo tiene el 20% de un negocio que abarca obras de infraestructura de todo tipo, especialmente públicas: carreteras, aeropuertos, autopistas, grandes construcciones, energía, agua, residuos... Una empresa que nace a principios de los años cincuenta, cuando la España franquista empezaba a optar por el desarrollo de grandes obras y necesitaba operadores propios y fieles. Se creó de la mano de una familia acólita del Régimen, los Del Pino, emparentados con los Milans del Bosch y que después lo harían con los Calvo Sotelo. La familia sigue controlando el negocio con el 33% del capital. Durante los primeros cincuenta años vivió de las grandes adjudicaciones a dedo que hacía el franquismo: asignación casi exclusiva de las obras ferroviarias, después las primeras autopistas, la primera línea de Tren de Alta Velocidad. Compra Agromán y entra en las grandes obras de la Barcelona Olímpica además de la Expo de Sevilla o el Museo Guggenheim de Bilbao. También se hizo un sitio en servicios urbanos, tratamiento de aguas con Cadagua, residuos urbanos con Cespa... Con el nuevo siglo, lleva a cabo un gran salto internacional hasta convertirse en una multinacional presente en gran cantidad de países, construyendo y gestionando infraestructuras estratégicas. Más allá de lo simbólico, que también es importante, hace mucho tiempo que dejó de ser una empresa “española”.

De hecho, como todas las grandes corporaciones desde la globalización económica que empezó hace casi cuarenta años, no tienen “patria”. Su ámbito de acción es el mundo y tanto en la producción como en la radicación, pero especialmente en función de la fiscalidad son de donde conviene o de ninguna parte. Ferrovial factura, en el consolidado, 7.500 millones de euros anuales y su valor bursátil está en los 18.000 millones de euros. Tiene muchos litigios pendientes con la hacienda española -unos 254 millones de euros- y, afirman para demostrar que no se van por razones fiscales, que sólo se ahorrarán unos 40 millones de euros anuales. Que lo hacen para adquirir mayor reputación internacional y acceder a mejores líneas de financiación. De hecho, no se pueden quejar de la presión fiscal española ya que su contribución en calidad de impuesto de sociedades es ínfima pues se benefician de bonificaciones en forma de crédito fiscal por las pérdidas durante la pandemia y utilizan sabiamente los precios de transferencia dentro del grupo para realizar beneficios en paraísos fiscales. Antes de radicarse en los Países Bajos, el grupo es ya poseedor de 65 sociedades en refugios fiscales, lo que de hecho hace la totalidad de las empresas que cotizan en el Ibex. Para los accionistas españoles, cobrar los dividendos en el exterior también les va a salir muy a cuenta. Más allá del tema fiscal, el carácter simbólico de su marcha no es menor. El Gobierno español así lo entendió y salió en tromba a criticarlo. Y tienen razón. No es sólo que la empresa tiene un carácter estratégico y se pierde cualquier tipo de incidencia y control, sino que resulta algo injusto que un grupo especialmente beneficiario de las adjudicaciones públicas y de todo tipo de favores y protección gubernamental desde su creación hace más de setenta años, ahora se va dando un portazo que, además de razones de bolsillo, tiene de políticas. Quienes lo hacen, saben bien que refuerzan la estrategia del Partido Popular contra los socialistas, a quienes acusan falsamente de hacer una excesiva presión fiscal y de ser “enemigos” de las empresas. Es bueno recordar en este punto, que justamente esta empresa se ha movido siempre, en España, en régimen de oligopolio y con un proteccionismo público que poco tiene que ver con la competencia abierta y la libertad de mercado. Jugadores partidarios de librar la partida con cartas marcadas. Aunque ahora su escenario sea el mundo el carácter rancio de sus orígenes franquistas nunca han desaparecido del todo.

 

Josep Burgaya es doctor en Historia Contemporánea por la UAB y profesor titular de la Universidad de Vic (Uvic-UCC), donde es decano de la Facultad de Empresa y Comunicación. En este momento imparte docencia en el grado de Periodismo. Ha participado en numerosos congresos internacionales y habitualmente realiza estancias en universidades de América Latina. Articulista de prensa, participa en tertulias de radio y televisión, conferenciante y ensayista, sus últimos libros publicados han sido El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y el cruce del modelo social europeo en tiempos de crisis (Octaedro, 2013) y La Economía del Absurdo. Cuando comprar más barato contribuye a perder el trabajo (Deusto, 2015), galardonado este último con el Premio Joan Fuster de Ensayo. También ha publicado Adiós a la soberanía política. Los Tratados de nueva generación (TTP, TTIP, CETA, TISA...) y qué significan para nosotros (Ediciones Invisibles, 2017), y La política, malgrat tot. De consumidors a ciutadans (Eumo, 2019). Acaba de publicar, Populismo y relato independentista en Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? (El Viejo Topo, 2020). Colabora con Economistas Frente a la Crisis y con Federalistas de Izquierda.

Blog: jburgaya.es

Twitter: @JosepBurgayaR