Ramón versus Tamames
- Escrito por Rafael Fraguas
- Publicado en Opinión
La decisión de Ramón Tamames de brindarse a presentar una moción de censura de Vox contra Pedro Sánchez, adquiere cada día que pasa un carácter más tragicómico. Trágico, por una senectud caracterizada por cierta desoladora declinación ideológica del personaje. Y cómica, por el chirrido que muestra la fotografía del provecto economista posando con la plana mayor de un partido ubicado en las antípodas no solo del Tamames presuntamente comunista, sino también del Ramón supuestamente liberal, además de mostrarse totalmente antagónica con la del Ramón Tamames que decía ser demócrata. Ni uno solo de los contravalores aventados hasta el momento por Vox casa con lo valorado, escrito, pensado y dicho por Tamames a lo largo de su prolongada vida pública, tonterías aparte. Quienes le trataron de cerca cuando oficiaba como dirigente del PCE señalan que su máxima aspiración era la de convertirse en hombre de Estado, siquiera ministro, cuando los votos tan solo le permitieron ser concejal y luego diputado por Madrid. La decepción causada por la insuficiente cuota de votos obtenida por el PCE a la salida de la Transición, pese a haber sido el partido que con más denuedo y contundencia luchó por las libertades contra el franquismo, arraigó presumiblemente en escasos dirigentes del PCE, como él, movidos por una ambición explicable, en política, pero insuficiente si no comparece junto a una eticidad, una moralidad que la refrene. Es la vieja dicotomía entre el ethos y el cratos, moral y poder, componentes básicos de la acción política que, si se descompensa, fracasa siempre.
Ramón Tamames se ha escindido entre su pasado y su presente. Todo ser humano tiene derecho a evolucionar, desde luego, aunque menos propio le es involucionar, que también suele suceder. Pero lo que no cabe admitir es que se nos diga que en uno y otro extremo de su involución, el interfecto de tal tránsito tenía razón. La verdad solo es una. En el caso que nos ocupa, Tamames optó por la ambición personal; como cuando, alejado de cualquier tipo de directriz orgánica por parte del PCE, bien que perteneciente a su Comité Ejecutivo, decidió en el verano de 1980 reunirse con el general Alfonso Armada, junto con otros dirigentes políticos. A su regreso a Madrid, Ramón Tamames decidió por su cuenta y riesgo pronunciarse en dos ocasiones a favor de un Gobierno de concentración nacional presidido por un militar, propósito que exigía necesariamente un golpe de Estado pese a que fuera presentado y, quizá lo creyeran, como constitucionalmente posible. La deslealtad hacia Adolfo Suárez de la cúpula de la UCD, señaladamente la facción democratacristiana, unida al temor del Rey de que el desafecto hacia el presidente del Gobierno centrista, apuñalado por su propio partido, revertiera en contra de la Corona se hallaban en la base de la conjura para acabar con Suárez. Los atentados de ETA y el malestar en algunas salas de banderas hicieron lo demás. Pero Suárez se adelantó y dimitió para impedir que, tras la previsible pero truncada acefalia gubernamental del interinato posterior a su dimisión, se consumaran los propósitos del general Armada de erigirse en Presidente del Gobierno. La rapidez táctica de Suárez le hizo acelerar la designación de un candidato civil a sucederle, en aquel caso, Leopoldo Calvo Sotelo.
En dos ocasiones, las declaraciones de Tamames a favor de un Gobierno de concentración encabezado por un militar, fueron desmentidas y denunciadas por Santiago Carrillo. El propósito de Armada afloraría meses después transmutado en el golpe del 23 de febrero de 1981, con el secuestro a mano armada del Parlamento en pleno. El intento inicial, previsto para instalar a Armada en la presidencia del Gobierno y presumiblemente aderezado con ministros como Múgica o Tamames, sería monopolizado a la postre por Antonio Tejero y transformado por él en golpe-astracanada. Éste, al sentirse engañado, --“no he tomado el Congreso para que venga un gobierno con comunistas entre sus ministros”, dijo entonces el teniente coronel de la Guardia Civil--, hurtó los réditos políticos del golpe al general Armada, interlocutor de Tamames en Lleida. Con la enemiga de Adolfo Suárez, el general gallego y ex preceptor del rey Juan Carlos, éste cada vez más distanciado de Suárez, sería promovido meses después de la entrevista y antes del golpe de 1981 al cargo de Segundo Jefe del Estado Mayor, rango que entonces le convertía automáticamente en depositario los arcanos del Estado: en virtud de su cargo, Alfonso Armada Comín era el receptor-colector de todos los secretos de Estado e informaciones reservadas procedentes de todas las oficinas ministeriales dedicadas a tal menester.
“US connection”
No conviene olvidar que el golpe de Estado sobrevino un mes después del acceso de Ronald Reagan a la Presidencia de los Estados Unidos de América. Cuando, tiempo después, el secretario de Estado, general de cuatro estrellas, Alexander Haig, que había definido el golpe del 23 F como “un asunto interno”, visitó Madrid y fue preguntado por este periodista, sobre si se repitiera el intento de golpe en Madrid, qué actitud adoptaría Washington, si la adoptada ante el golpe del general comunista Jarucelski en Polonia o el golpe militar ultraderechista en Turquía, Haig respondió velozmente: “Excelente pregunta, otra”. La Casa Blanca quería forzar la entrada de España en la OTAN, pero Suárez deshojaba la margarita y demoraba la decisión. La furia debió adueñarse de los muñidores especializados allí en golpismos ajenos.
El caso fue que la dirección del PCE, concretamente Santiago Carrillo, sabía por otras fuentes que algo malo se preparaba desde los cuarteles con impulsos golpistas, como reconocen fuentes allegadas al entonces secretario general del PCE. Y añaden que, sin embargo, desconocía el cuándo. Prueba de ello fue, subrayan, que él no se echó al suelo cuando, blandiendo pistola en mano, Tejero y sus guardias penetraban en el hemiciclo, mientras otros dirigentes del PCE, sorprendidos por algo inesperado, si lo hicieron. Tamames, con aquel pronunciamiento pro-golpista, había sentenciado su propia presencia política en el PCE, al que comprometió gravemente por su temeridad. Asignándole el beneficio de la duda, cabría preguntarse si él se reunió con Armada únicamente para saber lo que se preparaba, comunicarlo luego al PCE y tratar de impedirlo; pero el hecho de aquellos pronunciamientos posteriores a la reunión de Lleida, favorable a un Gobierno de concentración presidido por un militar, concretamente el general Armada, despeja toda duda al respecto.
Vamos a ver qué dice Ramón Tamames en su prédica contra el primer Gobierno de coalición de la democracia. Y estaremos atentos si sus propios anfitriones salen o no a enmendarle la plana, que todo es posible. Será divertido observar los rostros de los poncios de Vox si el economista escurridizo les llamara, por ejemplo, al orden, les leyera la cartilla y les pidiera que desfascisticen su discurso y que se adentren en el redil democrático y constitucional si quieren mandar algo, pese a que las gentes más sensatas consideran esta hipótesis como una verdadera misión imposible. Muy presumiblemente Tamames criticará la política económica del Gobierno, anunciando catástrofes parecidas a las que se propalan desde el sector más desnortado del PP y por parte de las gentes más descentradas del partido, supuestamente político, que le ha metido en este jardín de la mano del especialista en asuntos mágicos, Fernando Sánchez Drago, otro histórico tránsfuga de la izquierda hacia no se sabe dónde, recalado, de momento, eso sí, en la extrema derecha.
Con todo, la peripecia de Ramón Tamames deja un acre amargor en las gentes de bien, cultas y demócratas, que creen que la política es el arte de dotar a la sociedad de certezas y de avances, no de desconcierto y retroceso como los que el economista incontrolado parece que va a proponer. Si subir el salario mínimo como nunca durante los cuarenta años de democracia; si alentar leyes defensoras de la igualdad; si acabar con la indignante reforma laboral de Rajoy –si está usted enfermo no cobrará-; si legislar favorablemente sobre aborto, la eutanasia y transexualidad; si conseguir una excepción netamente hispana para el pago de la energía; si proteger la cesta de la compra; si becar de forma sin precedentes a los estudiantes; si acometer valientemente la lucha contra la pandemia, en medio del vociferante griterío del otrora petimetre portavoz y ahora defenestrado de un PP sin líderes de talla, que lloriqueaban a Bruselas para que impidiera el acceso a los hogares españoles de los fondos europeos…Si todos esos logros causan “hastío en la población española”, mantra que asume Tamames y reitera esta derecha extrema enloquecida por el rencor, o bien su juicio de la sociedad española les lleva a tildarla de imbécil o realmente, toda esa gente rencorosa ha perdido el menor ápice de sensatez que podía quedarle.
Lo que un día fue familiar, ameno y entrañado --el Tamames dicharachero y ecologista, sabedor de la importancia del meristemo terminal de las plantas, en los batalladores años antifranquistas-- hay un momento trágico en que aquella amenidad se extraña y enajena. Los freudianos lo definían como el tránsito desde lo heimlich a lo unheimlich, cuando lo entrañable se extraña. Es el caso que nos ocupa. En ese extrañamiento voluntario de Ramón Tamames Gómez respecto de sí mismo reside algo siniestro, la sustancia más profunda del espanto, que impide reconocer a quién algún día fuera reconocido. Los ancianos como él, todos, merecen respeto, hasta que la deriva de sus actos revienta todo aquello por lo que dijeron luchar. Es entonces cuando hay que reconvenirles y decirles, si es posible amablemente, que dejen de tirar piedras sobre su propio tejado, que van a resultar descalabrados. Si los ancianos son demasiado testarudos, proseguirán en su deriva sin hacer caso. Y si son más obcecados aún, verán que sus contratantes, más temprano que tarde, les espetarán la frase lanzada contra los asesinos de Sertorio: “Roma no paga a traidores”.
Pero no adelantemos acontecimientos. Ni prejuzguemos. Esperemos a ver qué saca de su chistera el hombre que ya desde tiempos de Laureano López Rodó, destacado supernumerario del Opus Dei, puso sus conocimientos profesionales al servicio del poder de Francisco Franco. Luego diseñaría parte de los Pactos de la Moncloa. La moción de censura se saldará con un fracaso político para la extrema derecha; un rejón mortífero para la derecha; un previsible fortalecimiento político de Pedro Sánchez y el hundimiento de un hombre, en su día, tan respetable como el que más, que poco a poco adoptó el camino del exilio de lo mejor de sí mismo para optar por lo que cabe entender como lo peor de sí mismo. Ramón se ha enfrentado de pechos contra Tamames. Los dos van camino de hundirse. Aún están a tiempo, los dos, de salvar algo de sí, de concordiarse y no decir demasiadas estupideces en la sede del Parlamento y la soberanía nacional. La Política española puede, sin duda, merecer críticas. Bienvenidas sean si las preside la sensatez y el buen juicio. Pero no admite más chaladuras de las ya habidas.
Rafael Fraguas
Rafael Fraguas (1949) es madrileño. Dirigente estudiantil antifranquista, estudió Ciencias Políticas en la UCM; es sociólogo y Doctor en Sociología con una tesis sobre el Secreto de Estado. Periodista desde 1974 y miembro de la Redacción fundacional del diario El País, fue enviado especial al África Negra y Oriente Medio. Analista internacional del diario El Espectador de Bogotá, dirigió la Revista Diálogo Iberoamericano. Vicepresidente Internacional de Reporters sans Frontières y Secretario General de PSF, ha dado conferencias en América Central, Suramérica y Europa. Es docente y analista geopolítico, experto en organizaciones de Inteligencia, armas nucleares e Islam chií. Vive en Madrid.
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