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El poder de los jueces


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El reputado intelectual y político progresista latinoamericano, Álvaro García Linera, explicaba ya hace unos años que, en el continente americano, ya no había mucho peligro de golpes de estado militares o de intervenciones de soldados de Estados Unidos, ya que de la función de liquidar a políticos y gobiernos de izquierdas se ocupaban los jueces. Si antes en las academias militares de Estados Unidos se preparaban oficiales y torturadores de países latinoamericanos para ir rectificando con la fuerza lo que decían las urnas, en las últimas décadas se formaban a jueces de estos mismos países en las costosas y elitistas universidades del vecino del norte. Al volver a su país, hacían su trabajo con “conocimiento”. Cuando le oí explicar esto, pensé que era bastante cierto y que la forma de acabar con regímenes progresistas en América Latina era, cada vez más, con intervenciones judiciales que hacían la función de brazo armado del reaccionarismo (casos de Evo Morales, Lula, Dilma, Correa...). Pero, yo creía, que sólo podía pasar en territorios donde los sistemas democráticos estaban poco consolidados y la división de poderes no había quedado bien establecida. Que esto no era posible en Europa, vamos. Iba errado. Lo que se ha evidenciado esta semana en España, llamarlo golpe de estado sería un abuso injustificable del lenguaje, pero con la interferencia intolerable del mundo judicial por medio del Tribunal Constitucional sobre el poder legislativo, se muestran algunas vergüenzas, se pone en crisis, ahora sí, lo que se ha dado en llamar el Régimen del 78 y que fue el resultado de la reforma política que permitió salir del franquismo e instaurar un sistema democrático en España.

La derecha española, cada vez más extrema y rancia, bloquea la necesaria renovación de los órganos judiciales españoles sea dicho en sentido amplio –Tribunal Constitucional, Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo– para mantener no una hegemonía ideológicamente conservadora, sino un predominio absolutamente reaccionario que pretende eternizarse en su posición de poder. Unos jueces que forman un pool de intereses con los partidos de la derecha -PP, Ciudadanos, Vox-, y también con la derecha mediática madrileña tan poderosa. No se sabe quién tiene la primacía en este bloque, aunque probablemente la “carcundia” judicial marca el paso dado que las deudas en forma de sobreseimiento de casos de corrupción que les tiene el Partido Popular son inmensas. Mantener a jueces caducados en sus mandatos para controlar la judicatura y que sean éstos los que bloqueen su sustitución resulta grotesco. La Constitución de 1978 se fundamenta sobre el sentido de responsabilidad de los grandes partidos, que están obligados justamente a grandes acuerdos en los temas fundamentales. El de mantener una adecuada división de poderes es especialmente relevante. La derecha, sin embargo, ha apostado por las formas trumpistas y por generar enfrentamiento y polaridad. No tiene la lealtad institucional, el sentido de Estado que pese a provenir del franquismo sí tuvo en los años de la transición. Ahora, practica el cinismo y se ha descarado en la defensa de sus intereses de poder: lo que no ganamos en las urnas lo hacemos por medio de la judicatura.

La reforma de las mayorías necesarias para renovar el poder de los jueces resulta ineludible. Y habrá que hacerlo a través de una ley orgánica que quede blindada por el parlamento y fuera del alcance de tribunales que hacen de juez y de parte a la vez. ¿Qué gana la derecha con ese aplazamiento forzado? Tiempo para hacer ruido, dar la sensación de caos, imposibilitar el diálogo y la posibilidad de acuerdo, cavar aún de forma más profunda la trinchera política que va separando cada vez más a la sociedad española. Puede que la nueva ley que se tramitará resuelva, momentáneamente, este impasse, pero no pondrá fin a la deriva reaccionaria de una derecha cada vez más asilvestrada, como tampoco a la pulsión arrogante y corporativista de una magistratura anclada en posiciones ultraconservadoras y en la defensa de los sus privilegios. No les importa el daño que hacen a la democracia española porque, unos y otros, éste no ha sido un distintivo que les haya preocupado hacerlo del todo suyo. 

Josep Burgaya es doctor en Historia Contemporánea por la UAB y profesor titular de la Universidad de Vic (Uvic-UCC), donde es decano de la Facultad de Empresa y Comunicación. En este momento imparte docencia en el grado de Periodismo. Ha participado en numerosos congresos internacionales y habitualmente realiza estancias en universidades de América Latina. Articulista de prensa, participa en tertulias de radio y televisión, conferenciante y ensayista, sus últimos libros publicados han sido El Estado de bienestar y sus detractores. A propósito de los orígenes y el cruce del modelo social europeo en tiempos de crisis (Octaedro, 2013) y La Economía del Absurdo. Cuando comprar más barato contribuye a perder el trabajo (Deusto, 2015), galardonado este último con el Premio Joan Fuster de Ensayo. También ha publicado Adiós a la soberanía política. Los Tratados de nueva generación (TTP, TTIP, CETA, TISA...) y qué significan para nosotros (Ediciones Invisibles, 2017), y La política, malgrat tot. De consumidors a ciutadans (Eumo, 2019). Acaba de publicar, Populismo y relato independentista en Cataluña. ¿Un peronismo de clases medias? (El Viejo Topo, 2020). Colabora con Economistas Frente a la Crisis y con Federalistas de Izquierda.

Blog: jburgaya.es

Twitter: @JosepBurgayaR

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