De Bombay a Rusia, coreano y transiveriano
- Escrito por Rosa Amor del Olmo
- Publicado en Obreros por el mundo
Cuando Clara llegó a Rusia no fueron ni muchos menos tiempos de paz, ni felices, ni esperanzadores, fueron por aquel entonces tiempos intrincados.
Sin saber por qué, la llegada al aeropuerto de Moscú fue a golpe de escopeta, maldita la hora en que mi amiga se había vestido con una chaqueta entallada verde caqui con cuello, botones y bolsillos en negro lo que le daba cierto aire de soldadito germánico. En pleno cambio político, los militares estaban en las últimas, sin saber a qué atender, podían hacer cualquier cosa, corrían los años 90. Lo peor fue cuando a todos los integrantes del vuelo los metieron en un bus amarillo de los rusos, es decir de los más cochambrosos del régimen (los había visto mejor en Cuba que ya es decir), y fueron llevados sin explicación ninguna camino de no se sabe dónde. Se habían quedado con su pasaporte, y la mayoría de los enseres personales, bolsa de mano, cámara de fotos japonesa... a excepción de la faltriquerilla del dinero. Clara había publicado diversos artículos que hablaban del régimen soviético en cierto modo controvertidos.
En Rusia, el verano es diferente, casi no anochece, así que en lugar de esperar a que la noche llegue que es lo que cualquiera puede esperar, pues no, permanece en un atardecer perpetuo. Clarita había perdido la noción del tiempo por completo, venía de Bombay donde había vivido largos meses en un horario, en Rusia encontró otro horario, otro tiempo y ya se habían sucedido bastantes horas en aquel lugar al que habían sido llevados en el siniestro bus amarillo. La sensación de no saber qué hora es, ni cuánto tiempo está pasando porque vienes de un lugar en el que hay una hora y llegas a otro en el que hay otra, es bastante surrealista, ¡vamos, que no es para recomendar a nadie! Clarita siempre decía que prefería mil veces España con las luces apagadas que cualquier país con las luces encendidas. De pronto le entró la vena unamuniana —debe ser por lo de la procedencia vasca— y pensó que, en efecto, como decía don Miguel, Dios tenía que ser a la fuerza español. ¡Era obvio que necesitaba volver a su casa! Clara había estado demasiado tiempo fuera de su tierra.
El lugar no era un hotel, qué va, bloques de apartamentos grises como de barrio, como todo lo del Este, bastante feo, plagado de militares que controlan constantemente la situación. Les habían mostrado una habitación más bien cutre, cochambrosa, con unas colchas de rombos desteñidas superpuestas, dos camas y cuatro miembros para habitar las dos camas, eran Kruchevkas. De cucarachas estaban plagados todos los resquicios de la estancia, pero bueno eso no importaba mucho porque siempre piensas en que cuando hace calor, estas cosas son normales ¡Esto es normal! Clara pensó “¡Cómo no nos lo juguemos al mus!”. “Cuatro para dos camas... lo veo mal, ¡mejor lo de piedra, papel o tijera!.. Clara siempre pensaba chorradas en los momentos más trágicos, también se le ocurrían cancioncillas odiosas de esas que habitualmente dan ganas de matar al escucharla como ¡Colegiala, colegiala! o cualquiera de Georgie Dann, ciudadano al que medio mundo tararea en situación desesperada y el otro medio quiere llevar al patíbulo. Salió a sentarse en unos escalones que daban acceso a los bloques de confinamiento donde habían sido llevadas todas las personas.
-“¿Pero qué hacemos aquí?” “Estoy nerviosa, quiero comer con papá y los niños...”“Voy a respirar... sí, lo mejor es respirar... No, mejor rezo, bueno, en realidad estoy en paz, así que me puedo morir...” “No, no, que no quiero que me duela nada...” El corazón latía con fuerza.
Lo curioso para Clara fue ver, sin entenderlo, que en realidad estaban pocos de los de su vuelo, por no decir ninguno, tan sólo un coreano, el resto de las personas que allí se encontraban eran iraníes, kurdos y demás; la mayoría hablaban árabe y dialectos raros, ¡no puedo!, se había dicho Clarita. Se acercó a intentar hablar con el coreano. ¡Albricias!, éste era un coreano que hablaba portugués, según se explicó en un portugués casi intraducible que se dirigía a Lisboa a una clínica de acupuntura. Los coreanos al igual que los japoneses y otros orientales para estas cosas son bárbaros.
Bien, bajo la atenta mirada de los militares rusos que no paraban de apuntar con sus fusiles, el coreano, algo paticorto por cierto, se dispuso a dar un masaje en el largo cuello de Clara, un cuello a todas luces de pato mareado más que de cisne. De nuevo una situación surrealista en un momento tremendamente trágico, criminal se diría. El core parlador, de portugués tampoco entendía nada, pero estaba todavía más nervioso que Clara, la cuál tarareaba todavía más cancioncillas deleznables e histéricas, esta vez pasodobles, España cañí y eso.
El bosque enfrente del bloque de pisos, las Kruchevkas como ya he dicho, un horror con hache, Clara ni se molestó en entrar a la habitación a acostarse, lo que menos tenía era sueño, y le dolía la cadera pues una soldado la había propinado un buen empellón con un rifle que le había hecho polvo, ¡cómo para dormirse! Además, observaba que el bus amarillo seguía allí. “¡A lo mejor tienen pensado poner un horario de salidas como en las agencias de viajes!”, pensó con cierto infantilismo. Ante las miradas de todos Clara permanecía sentada en los escalones de los bloques, su larga melena recogida en un moño, el core acariciando su cuello de jirafa y dándole esos crujidos horribles que te enderezan la columna y te quedas nuevo... Y el militar que no abandonaba la plaza y que ya se estaba cabreando de tanto sobe de cuello. Como todos los militares, imaginaba una conspiración. Los militares viven en un continuo sinvivir.
De pronto, Clara tuvo lo que ella pensó que sería una buena idea, y es que aún sin saber por qué habían sido llevados allí, sin saber si era una simple escala de un avión que se retrasa y que llevan a unos pocos de cada uno de los diversos pasajes o que los reparten o qué sé yo, porque de su avión sólo estaba el core masajeador; bueno, en el caso de que el pasaje fuera llevado a un lugar en espera del próximo vuelo a Madrid, o si en realidad, además de todo esto sucede algo extra y nadie se entera porque nadie explica nada, porque nadie habla inglés. Tuvo una idea. ¡Nadie me va a creer en España cuando lo cuente! Sólo la gente que viaja sabe que éstas y otras muchas cosas raras pueden pasar, en realidad uno vive desprotegido a expensas de cualquier barbaridad. Tuvo una idea, pero sintió pánico. Un poco más y le produce una angina de pecho. Armada de valor, como siempre, se acordó de Huidobro y de que había sido corresponsal de guerra, esto pensó en que podría salvarle la vida habida cuenta la situación en la que se encontraba. Y se sintió afortunada por saber tantas cosas y por poder tener el valor de la transformación, de poder meterse en los zapatos de alguien a quien ha conocido en los libros.
Recordó que aquellos militares se habían quedado su pasaporte –esto le ponía fatal-, pero en la faltriquera, junto a los dinerillos conservaba dos carnets importantes que a un ruso absurdo le podrían impresionar, uno era el del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas) y otro el de Press, que había conseguido por derecho gracias a sus colaboraciones en el Washington Post.
Clara realizaba buenas entrevistas a personajes importantes que luego vendía como free lance. ¡Aquellas entrevistas realizadas a los académicos de la lengua! Gracias a su amigo Ricardo Barbás, conservaba aquel carnet de periodista que naturalmente nunca había utilizado para nada, pero en esta ocasión le podría salvar la vida. Fugazmente recordó el rostro, la expresión del académico cuando Clara le preguntó si pensaban sentar algún día en algún sillón de la Real Academia a algún corresponsal de guerra, como Vicente Huidobro, y recordó las diferentes posiciones académicas, las diferentes ideologías... y que ¡qué haría realmente un corresponsal de guerra en la Real Academia Española!. ¡Que queremos estar a todo! No todos son Vicente Huidobro, pero en fin nada como inventar la realidad para que ésta suceda ¿verdad? Tras aquellos años, vino Pérez Reverte. Pensó Clara en una mezcolanza de imágenes atormentadas, rápidas, vite, vite, que solamente el objetivo de una cámara de cine describiría con la misma exactitud que el recorrido de un canard francés en un estanque. No hay como inventar la realidad para que ésta se produzca, otra vez lo repito. Su cabeza era un hervidero con músicas absurdas y ruidos de lavaplatos, esto le sucedía cuando le asomaba la cefalea, que eran veinte días al mes, cosa hormonal decían los médicos, crueles guerreros del dolor que se convierten en asesinos cuando no lo pueden combatir. Aguante usted como pueda, y a vivir con la cefalea.
Con seguridad un corresponsal de guerra podría ser en todo muy creativo y tener una fantástica imaginación romancesca o propinarle a uno sustos con datos y más datos, pero de ahí a hacer algo por la lengua española…Para eso ya están los que son del oficio, los expertos, los que han estudiado para ello, a cada cuál que Dios ponga en su lugar. Veo yo que de nuevo estamos frente al intrusismo; en fin, lo que estaba claro es que un corresponsal podía vivir y observar una batalla como Huidobro y ser poeta. Lo que no parece del todo de recibo es que hispanistas y otros eruditos de la lingüística y la literatura española se pudran allende las fronteras esperando que alguna vez se les reconozca su esforzado trabajo, y al propio tiempo en nuestro país, las academias, las instituciones, y los premiadores de Premios…incluyan a una diversidad, a una larga lista de personajes de última hora en el lugar de a aquellos. La vida con el tiempo te obliga a relajarte, a dejar el radicalismo y ese es el punto donde ya todo da igual, y es donde en medio de la mediocridad puedes aceptar y ser testigo de cualquier cosa que, tranquilo, tu ética ya no va a protestar: es el absentismo social al que llega el pensamiento y lo que es peor, llega el propio ser humano como tal consecuencia.
En efecto, el militar leyó el enunciado de Press y palideció, salió corriendo a hablar por teléfono y al instante llegó un vehículo militar que se llevó a Clara de nuevo a Moscú. Matarme no me van a matar se decía con voz tímida, así con la entereza que le caracterizaba, se encontraba Clara dentro de lo que cabe tranquila, si no fuera por las cancioncillas asquerosas. “¡Por qué me traicionan los nervios en esto!”, se decía.
Al fin fue llevada a hablar en inglés con lo que debía ser un alto cargo. No entendía muy bien qué pasaba, pero pudo entender que la situación era trágica, que había revueltas civiles y que por encima de todo a los rusos les interesaba dar una buena imagen de cara al exterior. Luego lo llamaron Perestroika. Algunos militares por lo visto, pensaban secuestrar algún avión, tener rehenes, pero querían gente europea y no árabes. La situación era complicada como suele ser en las movidas internacionales, pasa cualquier cosa. Algunos milagros también.
Estaban contentos de haberla encontrado. “¡Vaya por Dios!”, pensaba Clara. Perdió de vista al coreano terapeuta con un abrazo a lo asiático, osea ni abrazo ni nada. Habida cuenta de sus posibilidades como corresponsal y como había revueltas en la zona sur del país, su cometido estaba claro, tendría que ir ella en el Transiberiano a cubrir ese recorrido para publicar toda la situación. “¡Qué!, en el Transiberiano!” Ella explicó que tenía familia, unos niños, un padre... que sería imposible... Los militares demostraron su situación de tensión absoluta. Tenían que evitar secuestros y querían llamar la atención de la prensa internacional. Clara pidió llamar por teléfono. Habló entre lágrimas con su padre y los chicos. Quizás estaba de Dios que ella tenía que hacer eso, serían unos quince días, los chicos estaban en la playa... Pero ¿y ella, cuándo descansaría? “¿Y mis cosas?” –se decía. Otro alto cargo, también rubio con entradas como todos los militares rusos porque todos le parecían iguales, le explicó que la situación era enormemente complicada, que había rehenes, que la única periodista europea de que disponían en ese momento era ella. Tenía que cubrir ese reportaje, traer novedades, lo debía al pueblo ruso, le dijeron. Clara pensó ¡qué diablos debo yo al pueblo ruso! A mi qué me importa la Rusia ¡Que me dejen en paz!
—Por favor —dijo—, que al menos me faciliten la maletita pequeña.
Quería bañarse, perfumarse, no sabía qué hora ni qué día era. Iré en el Transiberiano, seré como Huidobro se decía. La raza de ser de letras tiene eso, te pasas la vida de sparring flipando sola. Se sentía muy desgraciada. ¡Cuánta podredumbre humana! ¡Que me mandan a Liberia. Auxiliiiiioooooo! ¡Nadie me va a creer, en España nadie se cree nada! Lo inverosímil de la vida surge cuando te enfrentas a vivirla. Afortunadamente no tendría que llegar hasta Vladivostok, pues quizá en otra circunstancia y quizá en otra compañía sin duda no le hubiera importado nada en absoluto, pero así, como corresponsal de guerrilla, dos años en la India sin volver a España, y de vuelta a tu país, verse en ese fregao... pues no le hacía mucha ilusión.
Le asaltaban miles de ideas, todas rápidas, y se enganchaban literalmente en su estómago, de pronto sentía lástima de sí misma, ahora se compadecía, se quería mucho y se quería abrazar, quería llorar, reír por esta viva; al mismo tiempo sabía que probablemente cuando se muriera en algún lugar le darían muchos premios, porque si no... no merecía la pena vivir... esa era aún su mentalidad infantil y femenil que tanto le he achacado, yo su amiga que tan pronto y tan bien la conocía ya por aquel entonces.
Había tenido Clara siempre mucha fe en si misma... y se hacía muy pequeñita resumiendo los grandes conflictos de la Humanidad a la nada, como sucede cuando te vas a morir, uno piensa en que son muy pocas cosas las que realmente te llegan a importar, son momentos donde todo pierde la jerarquía que de forma habitual le inculcamos, como a los objetos, a acontecimientos o a personas, a frases, a canciones, a casas... a cosas y también a los quesos. Ahora Clara oraba y siempre conseguía encontrar después de una tormenta, la paz. En fin, con lágrimas en los ojos ocupó su vagón en el tren más largo de la historia dispuesta a cubrir un buen reportaje y salir del aquel atolladero lo más airosa posible para volver a casa pronto.
El Oriente es rojo, y de los 9.289 km que abarca, 1.777 a lo largo de Europa y 7.512 en Asia, Clara no tendría que recorrer todos, por fortuna, el conflicto se encontraba en un pueblo muy cerca de Omsk. Su artículo habló de la magnificencia del imperio ruso desde siempre, del tesón, una semblanza al transporte, de los trayectos de Miguel Strogoff, tierras de epopeyas fascinantes, en fin, no iba a hablar de los miles de hombres que perecieron para poder hacer esas obras del Transiberiano empeñadas en ser realizadas a machamartillo. No habló en su artículo del dolor humano. Al fin, halló en la revuelta como siempre a unos cuantos campesinos que se oponían al cambio, como siempre temerosos de ver sus vidas expuestas por la historia al hambre y la miseria. La fuerza del pueblo ruso… ¿Sería un sueño? El tren era... el silbido de las conciencias humanas, ese ruido que atormenta a los que yacen creyendo que todo está bien al entregarnos a las manos del éxito, esa corrupción metálica y material por la que todos luchan para nada, porque todos llegamos al mismo lugar sin apenas saberlo, eludiéndolo. Había regalado su chaqueta de cuero de Guignard francesa por algo para beber caliente, admiraba la fortaleza de las mujeres rusas, se impregnaba de ellas, se mimetizaba en un fabuloso complot de género.
Entre las sombras del tren pasó más que miedo incertidumbre que es el hermano menor del desequilibrio, cuerpos reclinados entre amargas sombras que imploran piedad de humanidad, soledad infinita y machacona que penetra en nuestro corazón con una inquietud muy grande, con un papel que desempeñar casi impropio cuando Ella se había repetido mil veces que no tenía ninguna vocación de corresponsal, ni de contar lo que uno ve, ni lo que le dicen, ni nada. Porque contar lo que se ve es imposible, palabras que se siguen atropellándose unas a otras en una ficción que no nos pertenece, en la fábula irreal que supone la escritura, eso siempre será impasible, anodino, lo mejor es que pase por una pluma viva; los sucesos para contarlos nos guste o no siempre estarán tamizados por el filtro de nuestro espíritu, de nuestra sensibilidad o incluso de nuestra moralidad falsa o postiza, ética o aprehendida, eso da igual. Es el escollo que hay que solventar: nosotros mismos y nuestra percepción de las cosas es la que nos lleva a veces a anhelar la muerte. Otros perciben las cosas de forma distinta, no tienen conciencia y por eso pueden ser felices, si el escritor quiere o pretende contar lo que en verdad ve y percibe tanto en el corazón como en la mente sin la intervención de éstos elementos, entonces la escritura tiene significación, pierde el valor semántico, la estructura de la significación, del verdadero significado, la escritura se transforma en si misma y transforma lo que ha visto y sentido. Pero la vida también en ocasiones es la que nos pone una vocación no deseada, como con los hijos, sucede igual porque es el mismo proceso.
Compró unas papas calientes a unas mujeres rusas, allí donde te venden de todo, una lámpara, bayas de los bosques vecinos, zapatos o unos bollitos raros, ¡qué extraño se siente uno entre tanta gente tan ajena! Rostros extraños y desconocidos, niños con hambre, nerviosos y otros niños por ahí iraquíes, todos mutilados, ¡pobrecitos! Con brazos y piernas postizos de plástico, destrozadas sus vidas por las guerras, viajando de un lugar a otro ¡sólo sabe Dios para qué! Ingieren bebidas extrañas que parecen de cola, pero que están calientes, como el agua, ahora que tanto calor hace y este tren que recuerda constantemente aquellas aldeas que han vivido del trueque durante años, del ostracismo en el que en realidad vivimos todos instalados, nos guste o no. De pronto Clara vio en el Transiberiano que viajaban todos los de su mundo, contemplaba con fascinación todas las épocas, miles de personajes, el mundo entero, sin duda la vida completa, su vida estaba allí y la mayor desolación era que ninguno la quería mirar, era como si les hubiera traicionado a todos.
El mundo de la ficción —de los lectores, se entiende— y el de la realidad —que es el mío— se estaban dando la mano y Clara no sabía bien en qué momento estaba, pero todos comenzaron a mirarla culpándola de traición, eran ojos de llanto, lágrimas de hambre y desesperación. Hombres con manos inservibles para la música o para las caricias porque tienen frío y pañuelos. Muchos pañuelos, cabezas cubiertas por telas para llegar a criaturas infantiles que gritan al unísono de dolor como los chirridos del tren. Clara se había desmayado.
****
Estas cosas rondaban por la mente de Clara cuando cayó en la cuenta —rompiendo su mundo de sueños y realidades— de que no había preparado la cena, y los chicos llegarían de un momento a otro, probablemente con bastante hambre, como de costumbre. Sólo hacía un mes que había regresado de su experiencia rusa. El reportaje fue publicado con éxito y bien pagado, las cuestiones políticas solucionadas por mediación de la embajada, pero a Clara le duraron los nervios una temporadilla, aún estuvo un tiempo sin subir a un tren. Pero la vida no te deja tiempo para lamentos ni depresiones. A eso se refería Clara cuando decía que los hijos te ponen los pies en la tierra, a que sin lugar a dudas rompes continuamente tu condición de ser especial, de ente elegido, inmortal, para ponerte a cocinar o a limpiar el inodoro.
La vida es así, la existencia también y con esas premisas había que aceptarla si lo que se quiere es estar en ella, yo también pienso igual por eso somos amigas. Por cierto que según limpiaba el inodoro se acordaba de Rabelais, ¿Por qué? Porque sí, porque sucede que cuando has llevado a tu vida determinados mensajes y los has incluido en ella y en tu mente como algo natural, entonces fluirán como algo habitual en el momento más insospechado, con las cacas, o con los militares. He aquí la aventura de lo surrealista. Rabelais, Rabelais, insigne poeta ¿por qué no te vas a pasar vientos y me dejas en paz en esto tan asquerosamente cotidiano y mediocre como es limpiar el inodoro? ¿Por qué apareces ahora? De nuevo lo sublime en combate con lo terrenal, esa era la lucha encarnizada que había que sufrir de por vida. La cancioncilla asquerosa que fluye por la mente en el momento que más requerimos del recogimiento, tal vez sea una forma de escape, lo bello y lo terrorífico, no lo sé. Gracias al afán de Clara, logramos escribir al alimón un novelón tipo los hermanos Goncourt, aún no lo hemos publicado, pero todo llega.
Rosa Amor del Olmo
Doctora en filosofía y letras, Máster en Profesorado secundaria, Máster ELE, Doctorando en Ciencias de la Religión, Grado en Psicología, Máster en Neurociencia. Es autora de numerosos artículos para diferentes medios con más de cincuenta publicaciones sobre Galdós y trece poemarios. Es profesora en varias universidades y participa en cursos, debates y conferencias.
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