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La inevitable Doña Emilia


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Parece mentira que, una vez más, haya que acudir al carácter reivindicativo de tantos cerebros privilegiados que la historia cainita de este país ha reducido al olvido, un olvido producto de la historia superficial y manipulada que la grosera propaganda oficial ha escrito de ellos. Emilia Pardo Bazán, a unos meses del centenario de su fallecimiento, es un caso más. Se le ha discutido todo y no se le han perdonado las contradicciones, que como humana que fue, tenía el derecho a tener durante su existencia. Se han destacado hasta la saciedad sus iniciales veleidades carlistas sin querer entender que toda su vida fue un claro ejemplo de una mujer luchadora, liberal en tantos campos e inconformista con las ruedas de molino que las mojigatas costumbres de la época le querían imponer. Fue un espíritu libre que se atrevió a firmar con su nombre en una época en la que las más afamadas escritoras utilizaban seudónimos masculinos. Fernán Caballero, Georges Eliot o George Sand son ejemplos claros de como esas mujeres trataban de esconder, abro comillas, su triste condición femenina.

La inevitable Doña Emilia. Así la llamaban esos sesudos estudiosos que, desde Varela (con quien sin embargo mantenía doña Emilia una buena relación) a Clarín pasando por Alarcón, Pereda o Menéndez Pelayo entre otros de menor renombre, aunque de parecidos méritos, trataron de hacerle la vida imposible negándole, en ocasiones, el pan y la sal.

Y es que Doña Emilia polemizaba con desparpajo e intención con todos ellos y en todos los campos imaginables. En literatura, narrativa, crítica, periodismo, ciencia o historia, dejaba su impronta una mujer cuyo dinamismo y fuerza superaban en mucho a sus confundidos y, en ocasiones, desorientados e indignados adversarios. Es cierto, sin embargo, que tan combativa mujer gozó, en determinados momentos, no solo del respaldo, sino, también, de la defensa de algunos de sus contemporáneos. Entre ellos, y como caso personal e intransferible, Don Benito Pérez Galdós de cuya relación, no solo amorosa, me ocuparé más adelante.

Doña Emilia, una autodidacta aristócrata, fue, desde muy temprana edad, una insaciable lectora. Viajera empedernida, se dejó influenciar por los más destacados narradores franceses y rusos convirtiéndose ella, a su vez, en una de las mejores narradoras de la historia de nuestro país.

“Si este fuese sitio para dar consejos, yo no me cansaría nunca de repetir a la mujer que en ella misma residen la virtud y fuerza redentora”

A la autora de esta frase se le ha discutido, incluso, su papel de pionera, junto a Concepción Arenal, del feminismo. Un feminismo sobre todo irreprochable en su teoría. Lo menos que se puede decir de ella es que fue una convencida proto-feminista. Su biógrafa, Isabel Burdiel, afirma que “fue un eslabón suelto entre progresistas y conservadores ya que, en otras muchas facetas de su vida, como en la defensa a ultranza de la libertad de expresión y en la lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, fue una auténtica avanzada”. Conocida es su preocupación por la educación femenina. Así, en 1892, y con ocasión de un discurso que pronunció en un Congreso Hispano-Portugués Americano, con motivo del cuarto centenario del Descubrimiento, denunció, sin ambages, la deficiente educación que recibía la mujer tan distinta a la que se le impartía al hombre y que provocaba una indignante marginación. “Lo que para el hombre es honor y gloria, para la mujer es deshonor. La razón vital de la mujer –escribe—a diferencia de la del hombre, no es su propio bien, su dignidad y felicidad, sino la de su esposo e hijos, la de sus padres y hermanos y, en su ausencia, la del género humano”.

He mencionado antes a Concepción Arenal de cuyo nacimiento, por cierto, se cumplió el pasado mes de enero el segundo centenario. Vale la pena detenerse unos minutos en una relación ocasional basada en el respeto de dos mujeres que no solo estaban separadas por la edad, (Arenal era treinta años mayor que Pardo Bazán), sino por otras no menos importantes circunstancias. La primera era sencilla, idealista y sumamente discreta. La segunda, racionalista, pragmática, extravertida y polémica. Unidas, sin embargo, por su pensamiento feminista, Doña Emilia no dudó en tributarle un sentido homenaje en el que, por enésima vez, alzó su voz contra el machismo imperante.

“Si el espíritu de doña Concepción Arenal lo hubiera encerrado la naturaleza en un cuerpo varonil, a los cuarenta años hubiera sido catedrático, diputado varias veces, director general al menos, académico de varias academias y personaje muy influyente y renombrado en premio de sus merecimientos y extensión de su cultura en ciertos ramos de la ciencia política y moral”.

Esa posición valiente y, en ocasiones, agresiva, le impidió formar parte de la Real Academia Española de la Lengua. Fue acusada de tener una ambición desmedida por querer ocupar un sillón en la docta institución. Reivindica, pues, contra viento y marea, el derecho de la mujer a poder ingresar en cualquier academia y apoya sin fisuras la candidatura de Concepción Arenal a la Academia de las Ciencias Morales y Políticas. Y critica en un artículo el hecho de que, en unas conferencias celebradas en el Ateneo de entonces, un manto de silencio culpable ocultase sus ideas feministas acerca de la mujer.

Que Doña Emilia tenía, cuando se enfrentaba a sus muy varoniles oponentes, una pluma incisiva y mordaz, está más que probado. Y si necesitamos una muestra de las muchas que hay, me quedo con esta. Defendía, en esta ocasión, que era la sociedad y no la madre naturaleza la que desequilibraba el papel de la mujer. Y escribió: “Si prevaleciese esa vieja tesis del destino de la mujer, identificada con el de la gallina sumisa y ponedora, tendríamos que repetir las diatribas de ciertos seudo filósofos que ponen a las monjas de ropa de pascua porque, ¡oh traición!, ¡oh deserción cobarde!, faltaron a su deber no aumentando la prole de Adán con un par de mamoncillos”.

¿Hace falta decir más?

A Emilia Pardo Bazán se le ha discutido, incluso, su galleguismo. Los críticos recalcitrantes afirmaban que todos aquellos que no escribían su obra en gallego, no eran gallegos. De ser cierta esa afirmación, Galicia se quedaría sin ser la patria chica no solo de doña Emilia sino, también, de Torrente Ballester, Valle Inclán o Julio Camba, entre otros. Lo cierto es que la autora de La Tribuna (no se pierdan lo mucho que tiene que contar de esta obra el profesor Chazarra) se sentía profundamente gallega y no aceptaba esa identificación entre galleguismo y escribir en gallego. Para Isabel Burdiel “para ella su horizonte literario se situaba en España y en Europa. Pero es cierto que Pardo Bazán colocó a Galicia en el mapa igual que Pereda colocó a Cantabria y Galdós a Madrid”.

Así las cosas, Doña Emilia decide plasmar en el cerrado mundo de Los Pazos la vida gallega del medio rural. Nace así, su obra cumbre, Los Pazos de Ulloa. Consciente del problema que se le presenta al plasmar las voces de esos medios rurales, decide que no sería conveniente utilizar el castellano y el gallego. “Un libro arlequín, mitad gallego y mitad castellano – escribe en sus Apuntes Autobiográficos – sería un feísimo engendro”. Pese a ello, estima que los habitantes de las aldeas deben hablar gallego: “Yo siento que las cosas gráficas, oportunas y maliciosas que dicen nuestros labriegos, son inseparables del añejo latín romanzado en que las pronuncian”. Se olvida, quizá conscientemente, de que su admirado Zola, tan fundamental en su obra, escribió La Terre en francés y que no utilizó el “patois” para poner voz a los aldeanos. “El gallego –insistía Doña Emilia—con su jugueteo de modismos, diminutivos, giros familiares, palabras expresivas, sin equivalencia exacta en castellano, pierde toda la gracia en las traducciones”.

Su galleguismo queda, también, patente en el museo-casa de Emilia Pardo Bazán de la calle Tabernas, número 11, de A Coruña. Sus diferentes dependencias, (el pasillo, la sala de estar, la sala de la producción literaria y el denominado armario de trabajo), reproducen el pazo urbano típico del siglo XIX. El caserón, alberga, además, la sede de la Real Academia Gallega en donde se encuentra el grueso de la biblioteca, más de siete mil volúmenes, de Doña Emilia. El resto, hasta un total de diez mil, se encuentra en Meirás, en el famoso Pazo, construido en 1893 por iniciativa de Emilia Pardo Bazán y ahora restituido, por fin, al Estado gracias a una sentencia de la magistrada Marta Canales, titular del Juzgado de Primera Instancia número 1 de A Coruña. La sentencia ha obligado a los familiares del dictador a entregar el inmueble con todo todos los bienes que contiene, que no son pocos, y cuyo valor es incalculable. Allí están las figuras medievales de los profetas Abraham e Isaac que formaron parte de una antigua puerta de la Catedral de Santiago. Son solo un elemento más de las muchas piezas histórico-artísticas que aparecen en el inventario de urgencia realizado por orden judicial.

Ya he dicho que Doña Emilia Pardo Bazán tuvo que sobrevivir en un mundo poblado de hombres no muy dados a reconocer el trabajo y el talento de una mujer. Solo uno, sin duda el mejor de todos ellos, hace oídos sordos a ese ruido misógino y comienza una relación epistolar con aquella que decía admirarle y que, en sus primeras cartas, las encabezaba con frases como “ilustre maestro y amigo” o “querido y respetado maestro”. Demasiado protocolo. La unión de Los Pazos de Ulloa y Fortunata y Jacinta requería un mayor acercamiento. Y así, el maestro pasa a ser el “amigo querido e inolvidable” o el “amigo querido y no digo más”.

Así era Doña Emilia. Una mujer que, con el paso del tiempo, no dudó en proclamar su tristeza por la ruptura “Triste, muy triste me quedé al separarme de ti, amado compañero, dulce vidiña. Hemos realizado un sueño, miquiño adorado, un sueño bonito, un sueño fantástico que, a los 30 años, ya no creía posible”. Después de estas confesiones, ardo, creo que ardemos, en deseos de conocer las respuestas de Don Benito personaje, por lo demás, nada mojigato en cuestiones de amores. Ahora, por el momento, solo cabe preguntarse que en qué estaba pensando mi admirado Pérez Galdós para perder un vínculo que tanto le aportaba, que tanto le daba sin pedir, prácticamente, nada a cambio.