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El manuscrito sagrado - Capítulo X


(Tiempo de lectura: 6 - 12 minutos)

- Viaje a lo desconocido -

Los robustos mástiles de la carabela se alzaban hacia el cielo como gigantes de madera, mientras las velas ondeaban con una promesa de aventura en cada pliegue. Beltrán, el monje clérigo, ajustó su hábito de forma nerviosa, ocultando cuidadosamente sus rasgos femeninos bajo la túnica. Miró hacia el horizonte, donde se extendía el vasto océano, un lienzo azul sin fin que parecía llevar a la eternidad misma.

La brisa marina llenaba sus pulmones mientras los marineros corrían por la cubierta, preparándose para la travesía hacia el Nuevo Mundo. Beltrán había llegado hasta aquí con un propósito secreto, una misión que trascendía las expectativas de cualquier monje de clero. Había oído hablar de antiguos anales y manuscritos, ocultos entre los primeros exploradores del Nuevo Mundo, que contenían un relato asombroso sobre la historia de un pueblo hebreo en estas tierras ancestrales y las misteriosas apariciones de Jesucristo en estas tierras, mucho antes de la existencia de los Estados Unidos.

Sus manos apretaron con fuerza el pergamino oculto en su túnica, un mapa críptico que había adquirido en secreto de la mano del apóstol Juan el amado, vivo y que le visitó entre aquellos pasillos polvorientos de aquel monasterio en España. Este mapa era la clave que la llevaría a las respuestas que buscaba, respuestas que podrían cambiar la comprensión del mundo tal como lo conocía.

El puerto de Palos de la Frontera se desvanecía en la distancia mientras la carabela se adentraba en las aguas desconocidas del Atlántico. Beltrán sabía que el viaje sería largo y lleno de peligros, pero su determinación no flaquearía. Su destino estaba en el Nuevo Mundo, donde esperaba encontrar aquellos manuscritos sagrados que hablaban de un pasado oculto y de una fe que había cruzado océanos y fronteras.

A medida que la carabela avanzaba hacia lo desconocido, Beltrán miró hacia el horizonte con la esperanza de que su búsqueda la llevara a un descubrimiento que cambiaría la historia y la fe de muchas personas. Era responsable de un gran secreto. En el inmenso mar que se extendía, vio el reflejo de la promesa de un nuevo comienzo y la posibilidad de desentrañar los misterios de un pasado remoto que unía continentes y civilizaciones en una narrativa sagrada aún por descubrir.

Los vientos soplaban con fuerza y la carabela se mecía sobre las olas del Atlántico. Beltrán, la monje clérigo en busca de los secretos ancestrales, observaba con asombro el vasto horizonte azul que se extendía a su alrededor. Su viaje hacia América estaba guiado por mapas y herramientas de navegación de la época, pero lo que realmente la impulsaba era la determinación de descubrir la verdad detrás de los misteriosos anales y manuscritos que había perseguido incansablemente. Esos manuscritos eran los que tanto perseguía Emily, la arqueóloga de nuestra época contemporánea.

En la cubierta del barco, los navegantes se afanaban en sus tareas, usando la brújula para mantener el rumbo y el astrolabio para medir la altitud del sol y las estrellas. Los conocimientos empíricos, compartidos por aquellos que habían navegado estos mares antes, se convirtieron en guías valiosas en esta travesía hacia lo desconocido. Beltrán pasaba largas horas junto a los marineros, observando cómo interpretaban las señales de la naturaleza y las estrellas. La brújula siempre apuntaba hacia el norte magnético, pero el rumbo exacto hacia su destino, Zarahemla, ello requería habilidad y observación. Esa ciudad o tribu, será la que conocerá pasado el tiempo, con su implicación entre las tribus de aquellos indígenas que no tenían ni nombre.

El astrolabio, una herramienta complicada con su disco graduado y alidada, se convertía en su confidente nocturno. Bajo el manto estrellado, Beltrán aprendía a determinar su latitud mediante la medición de las estrellas, un proceso que desafiaba la comprensión común pero que estaba en manos de los expertos navegantes.

Los días se convirtieron en semanas mientras avanzaban hacia el oeste, con el pergamino como su único guía tangible. A medida que el barco se adentraba en aguas desconocidas, Beltrán no podía evitar sentir la incertidumbre que envolvía cada ola y cada horizonte inexplorado. Sin embargo, el espíritu de exploración y la pasión por la verdad la impulsaban. Las historias y mitos compartidos por los marineros y los indígenas que encontraron en su camino solo intensificaron su determinación. Había indicios de que la historia hebrea y las apariciones de Jesucristo se habían tejido en el tejido de estas tierras mucho antes de que las voces europeas resonaran en ellas.

El pergamino contenía pistas, y los conocimientos que adquiría a lo largo del viaje se convertían en las llaves para descifrarlas. A medida que la carabela avanzaba en su viaje hacia lo desconocido, Beltrán se aferraba a la esperanza de que, algún día, llegaría a Zarahemla y desvelaría los secretos que habían permanecido ocultos durante siglos en el Nuevo Mundo.

Las costas de Guatemala se extendían ante Beltrán cuando el barco finalmente alcanzó tierra firme. El viaje había sido largo y agotador, pero su determinación no se había debilitado. Con el pergamino que guardaba celosamente como su guía, se embarcó en su siguiente etapa de la aventura: encontrar el lugar misterioso conocido como Zarahemla. Las indicaciones en el mapa eran vagas, pero mencionaban un río grande, Sidón, los marineros y otros compañeros de orden religiosa les hacía suponer que correspondía al río Grijalba en México. Beltrán sabía que debía dirigirse hacia el norte, siguiendo el curso de ese río, para buscar las pistas que lo llevarían a Zarahemla.

Nuestro clérigo, se había entrenado en la carabela mientras se adentraba hacia lo desconocido: el canto gregoriano. Este se convertiría en una parte esencial de su interacción con las tribus indígenas que encontraba en su camino. La música, resonando desde la cubierta del barco, tenía un poder misterioso sobre aquellos que la escuchaban. Ese canto, arraigado en una tradición antigua y sagrada, parecía trascender las barreras del idioma y la cultura, llegando directamente a los corazones de quienes lo oían. Aquellas tribus, atraídos por los sonidos celestiales que flotaban sobre el agua, se acercaban en canoas talladas con esmero. Sus miradas reflejaban curiosidad y asombro mientras observaban al barco con sus velas ondeantes. Pero lo que más los conmovía era la melodía del canto gregoriano, un sonido que, de alguna manera, parecía resonar en lo más profundo de su ser.

Beltrán, envuelta en su hábito clérigo, se paraba en la cubierta del barco, elevando su voz en alabanza y devoción. Aunque las palabras del latín eran desconocidas para aquellos que la escuchaban, la música trascendía el lenguaje y transmitía un mensaje de paz y espiritualidad. Poco a poco, las tribus indígenas comenzaron a acercarse más al barco. Algunos se aventuraban a nadar hacia él, como si estuvieran siendo atraídos por una fuerza invisible. Las miradas de los nativos reflejaban una mezcla de asombro y respeto por la monje que cantaba desde el barco extranjero.

Beltrán estaba acompañado en su viaje por un joven monje benedictino llamado Martín. Una vez en tierra, el impacto fue durísimo. El olor a vegetal o hoja verde, humedad, sal…Con cada paso que daba en tierra desconocida, el clérigo disfrazado sentía la mezcla de emoción y ansiedad creciendo dentro de él. Las selvas y las montañas de Guatemala eran imponentes y llenas de maravillas naturales, pero también albergaban peligros y desafíos desconocidos.

Durante días, Beltrán con Martín recorrieron los senderos y rutas que lo llevaban más al norte, siguiendo el río Grijalba. En su búsqueda, se encontraron con pueblos indígenas cuya hospitalidad y sabiduría compartieron con ellos historias y mitos ancestrales. Algunos de estos relatos se asemejaban sorprendentemente a las historias hebreas que buscaba nuestro clérigo, y eso avivó aún más su determinación.

Martín había sido elegido por la Orden para servir como ayudante y acompañante de Beltrán en su misión de descubrimiento y exploración en las tierras de los Lamanios y los Zarahelitas.

A pesar de su juventud, Martín era un estudiante devoto de la Orden y había demostrado habilidades excepcionales en el arte de la observación y la documentación. Había estudiado los antiguos manuscritos con fervor y estaba ansioso por aprender más sobre las culturas y las tradiciones de las tierras lejanas que Beltrán estaba investigando. Martín compartía la pasión de Beltrán por la búsqueda de la verdad y la comprensión de las antiguas historias. A pesar de su posición como aprendiz, a menudo desafiaba a Beltrán con preguntas perspicaces y puntos de vista frescos. Juntos, formaron un equipo formidable, aprovechando las habilidades y el conocimiento de cada uno para avanzar en su búsqueda.

A medida que avanzaban en su viaje, Martín se convertía en más que un simple ayudante; era amigo y confidente de Beltrán. Compartían no solo la búsqueda de la verdad, sino también las alegrías y desafíos del viaje. Martín se convertía en una fuente de apoyo constante para Beltrán, y juntos enfrentaban el día a día con todos los misterios y desafíos que encontraban en su camino.

Ellos respondían según habló Jesucristo en Lucas 10, en el ímpetu de salir a predicar de dos en dos. Ambos recitaban de memoria la escritura en latín:

1 Et post hæc designavit Dominus alios septuaginta duos: quos misit binos ante se in omnem civitatem et locum, quo ibat.

2 Et dicebat illis: Amici quidem multi sunt, operarii autem pauci. Rogate ergo dominum messis ut mittat operarios in messem suam.

3 Ite, et ecce ego mitto vos sicut tabsellentes in medio luporum.

4 Nolite portare sacculum, neque peram neque calceamenta; et neminem in via salutaveritis.

5 In quamcumque domum intraveritis, primum dicite: Pax huic domui.

6 Et si ibi fuerit filius pacis, requiescet super illum pax vestra; sin autem, ad vos revertetur.

7 In eadem autem domo manete, edentes et bibentes quæ apud illos sunt. quia dignus est operarius stipendio suo. Nolite exire de domo in domum.

8 et in quamcumque civitatem intraveritis et susceperint vos manducate quod anteponatur vobis

9 et curate infirmos, qui ibi sunt, et dicite eis: Appropinquavit vobis regnum Dei.

10 Sed in quamcumque civitatem intraveritis, et non receperint vos, exite in plateas ejus, et dicite:

11 Etiam pulverem civitatis tuæ, quæ adhæsit pedibus nostris, excutimus in te. hoc autem scitote quoniam appropinquavit vobis regnum caelorum.

12 Dico autem vobis, quia Sodomis in die illa remissius erit, quam illi civitati.

1 Y después de estas cosas, el Señor designó a otros setenta, a quienes envió de dos en dos delante de sí a toda ciudad y lugar a donde él había de ir.

2 Y les dijo: La mies a la verdad es mucha, pero los obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies.

3 Id, he aquí yo os envío como corderos en medio de lobos.

4 No llevéis abolsa, ni alforja ni calzado; y a nadie saludéis por el camino.

5 En cualquier casa donde entréis, primeramente decid: Paz sea a esta casa.

6 Y si hubiere allí algún hijo de paz, vuestra paz reposará sobre él; y si no, se volverá a vosotros.

7 Y quedaos en aquella misma casa, comiendo y bebiendo lo que os den; porque el obrero es digno de su salario. No os paséis de casa en casa.

8 Y en cualquier ciudad donde entréis y os reciban, comed lo que os pongan delante,

9 y sanad a los enfermos que en ella haya y decidles: Se ha acercado a vosotros el reino de Dios.

10 Pero en cualquier ciudad donde entréis y no os reciban, salid por sus calles y decid:

11 Aun el polvo de vuestra ciudad que se ha pegado a nuestros pies lo sacudimos contra vosotros; pero sabed esto, que el reino de los cielos se ha acercado a vosotros.

12 Y os digo que en aquel día será más tolerable para los de Sodoma que para aquella ciudad.

Dicha escritura les infundía confianza y la seguridad de que el Señor estaría con ellos en todo momento. A medida que interactuaban con las tribus, compartían historias sobre la fe cristiana y la figura de Jesucristo. La música del canto gregoriano se convertía en un puente entre las culturas, un vínculo que parecía conectar a la humanidad a través del tiempo y el espacio. Las tribus comenzaron a mostrar interés en las enseñanzas que Beltrán y Martín compartían, y algunos expresaron su deseo de convertirse al cristianismo. Sin embargo, Beltrán sentía que aquellas historias ya eran conocidas por los indígenas de generación en generación entre las tribus de lamanios, los que fueron primeros en recibirle. Dicho grupo comerciaba con otro muy cercano a ellos en formas y creencias: eran los zarahelitas.

Los lamanios eran los guardianes de una antigua tradición, portadores de un legado que se remontaba a tiempos inmemoriales. Los lamanios eran conocidos por su destreza en la cerámica y la alfarería. Sus aldeas estaban decoradas con intrincadas vasijas y esculturas de barro, cada una de ellas contando una historia de su pasado. Las vasijas, talladas con símbolos y diseños, eran utilizadas en rituales sagrados que ellos consideraban vitales para mantener el equilibrio en el mundo. En la decoración de sus vasijas, siempre aparecía un hombre blanco, estrellas, un oráculo y tres corderos.

Esta tribu, al igual que los zarahelitas, pueblo vecino, compartía una profunda conexión con la espiritualidad. Sus ceremonias eran eventos mágicos, donde danzas circulares y cantos reverberaban en los bosques circundantes. Ellos adoraban a las estrellas y a la luna, creyendo que estas luminarias eran los ojos del dios que observaba su mundo.

Los lamanios vivían en armonía con la naturaleza, cazando y recolectando en las vastas extensiones de bosque que rodeaban sus aldeas. Consideraban a los animales y las plantas como seres sagrados, y ofrecían respeto a todas las formas de vida en su búsqueda de sustento. Lo que más impresionó a Beltrán sobre los lamanios fue su profundo conocimiento de la historia. A través de cuentos y canciones transmitidos de generación en generación, habían conservado la memoria de sus antepasados y su relación con el dios de las estrellas, igual que la tribu vecina. Los lamanios hablaban de un tiempo en el que su tierra estaba en comunicación con otras tierras distantes, y de un intercambio de sabiduría que enriqueció sus vidas.